martes, 7 de octubre de 2025

Del pseudo‑diálogo pasadista al verdadero diálogo cristiano

El falso diálogo, reducido a sofística, divide y destruye: es la lógica del diá‑ballo, del Divisor. El verdadero diálogo, unido a la analogía, edifica y conduce a la comunión en la verdad. Sólo la dialéctica sana abre el camino de la justicia, de la paz y de la esperanza cristiana. El papa León enseña que el diálogo verdadero no divide ni humilla: construye comunión en fidelidad a la naturaleza sinodal de la Iglesia, incluso allí donde algunos reclaman volver atrás. [En la imagen: fragmento de "La Escuela de Atenas", pintura al fresco realizada entre 1509 y 1511, obra de Rafael Sanzio, conservada y expuesta en los Museos Vaticanos: Palacio Apostólico, Stanza della Segnatura].

“Officium sapientis est ordinare”
Santo Tomás de Aquino, In Metaphysicam, prol.
   
Anécdota y etimología. Del insulto al sentido de las palabras
   
----------Hace unos días, en el foro de comentarios de este blog, “Ludovicus” cerraba su intervención con una frase lapidaria dirigida a mí: «Evidentemente, no le da para leer y comprender». No era la primera vez. Se trata de un personaje, un alias, una máscara, que se manifiesta frecuentemente en nuestro espacio de opiniones y preguntas, pero cuyas intervenciones casi siempre deben eliminarse: sea por irreproducibles obscenidades e insultos, sea por faltas de respeto hacia los demás lectores, o por la reiteración de tesis abiertamente no católicas, incluso con expresiones de odio y desprecio hacia el Romano Pontífice y los Obispos.
----------El único tema en el que suele detenerse con una mínima señal de interés es la liturgia, que a veces roza la obsesión. Interviene con un marcado hiper-liturgismo, sosteniendo posturas carentes de lógica y sensatez, aunque manifestadas con una arrogancia y altivez que serían cómicas si no provinieran —como provienen— de un lector real. En fin, personaje de novela, pero que produce mucha lástima.
----------Lo interesante, sin embargo, más allá de la anécdota, no es tanto el exabrupto en sí cuanto lo que revela de “Ludovicus” y de tantos otros: un patrón de conducta gnóstico. Apenas encuentra resistencia a su pasadismo heterodoxo, corta la conversación o recurre a la descalificación personal. No se trata de un caso aislado, sino de un modo de “dialogar” que en realidad no dialoga. Esta anécdota nos ofrece la ocasión de detenernos en el sentido profundo de las palabras: ¿qué significa dialogar?, ¿qué significa dividir?
----------Recurramos, por consiguiente, a la etimología griega que ilumina el contraste. En el término diá‑logos encontramos el “atravesar juntos mediante la palabra”: reunir, hablar, razonar en común. El verbo leghein, raíz de logos, significa recoger, conectar, ordenar: de ahí el silogismo, el razonamiento, el discurso que tiende puentes. En cambio, en el término diá‑ballo aparece el “arrojar contra”: golpear, herir, separar, sembrar discordia. El verbo ballein indica lanzar con violencia, proyectar para dividir.
----------Dos raíces semejantes, pero con destinos opuestos: una conduce a la comunión de la verdad, la otra a la ruptura y a la confusión. No es casual que Jesús mismo, en el Sermón de la Montaña, haya dicho: «Sea vuestro hablar: sí, sí; no, no; lo demás viene del Maligno» (Mt 5,37). Allí donde la palabra se convierte en ambigüedad, mentira o agresión, se abre paso la lógica del diá‑ballo, del diablo, la lógica del Divisor. Allí donde la palabra se ofrece como escucha y respuesta, se abre el camino del diá‑logos, la lógica de la comunión.
   
Genealogía de la dialéctica: de Platón a Hegel y Marx
   
----------La palabra “dialéctica” ha recorrido un largo camino en la historia de la filosofía, y no siempre con el mismo sentido. En Platón, la dialéctica aparece como el arte supremo del diálogo, el método que, a través de preguntas y respuestas, conduce al descubrimiento de la verdad. En Aristóteles, en cambio, se convierte en el arte de la argumentación probable: no ciencia estricta, sino ejercicio racional que se mueve en el terreno de la opinión y prepara el acceso a la ciencia.
----------A lo largo de los siglos, esta doble vertiente se mantuvo. Pedro Abelardo, con su sic et non, mostró cómo la confrontación de tesis opuestas podía servir para esclarecer la verdad. Santo Tomás de Aquino retomó la dialéctica aristotélica como propedéutica, siempre subordinada a la ciencia y a la analogía.
----------Pero en la modernidad se abrió otro camino. Kant habló de una “dialéctica trascendental” que revelaba los límites de la razón frente a las grandes cuestiones metafísicas. Fichte y, sobre todo, Hegel, dieron un paso más: la dialéctica dejó de ser preparación para la ciencia y se convirtió en ciencia misma. En Hegel, la contradicción ya no es un obstáculo, sino el motor del devenir: de la negación surge la afirmación, y el Absoluto mismo se concibe como proceso contradictorio.
----------De esta dialéctica hegeliana, “puesta de pie” por Marx, nacerá la dialéctica materialista, donde la historia se interpreta como lucha de contrarios que se resuelven en nuevas síntesis.
----------De esta manera, a lo largo de las diversas corrientes del pensamiento filosófico, se perfilan dos concepciones opuestas de la dialéctica. Por un lado la dialéctica en cuanto propedéutica de la ciencia: humilde, limitada, consciente de su papel preparatorio a la ciencia. Por otro lado, la dialéctica considerada como ciencia definitiva: soberbia, absolutiza la contradicción y termina divinizándola. La primera conduce a la verdad y a la comunión en la verdad; la segunda, al relativismo, a la confusión y a la división.
   
La deriva hegeliana: cuando la contradicción se absolutiza
   
----------Está claro que la falsa dialéctica no se reduce a los exabruptos pasadistas en un foro como el de este blog. La falsa dialéctica alcanza su formulación más sistemática en Georg Wilhelm Friedrich Hegel [1770‑1831]. Con su célebre principio «lo real es racional y lo racional es real», identificó ser y pensamiento en un proceso esencialmente contradictorio. En su visión, tanto lo real como lo racional son “dialécticos”: se constituyen a partir de la oposición. Para Hegel la contradicción no es un obstáculo a superar, sino el motor mismo del devenir. La síntesis no elimina la oposición, sino que la incluye como momento necesario.
----------El resultado es un Absoluto que deviene, que cambia, que se contradice: un “Dios dialéctico” en el que lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, la vida y la muerte coexisten como fases de un mismo proceso. Allí donde la tradición filosófica veía absurdo y negación del ser, Hegel pretende ver dinamismo y progreso.
----------Este planteo supone una ruptura radical con la metafísica clásica. Para Aristóteles y Tomás de Aquino, el principio de no‑contradicción es fundamento del pensamiento y del ser: nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. En Hegel, en cambio, la contradicción se convierte en principio constitutivo de lo real.
----------No es casual que esta deriva tenga raíces en la teología de Martín Lutero, quien había presentado a Dios sub contraria specie: Dios que aparece como opresor y el diablo como liberador. A través de Jakob Böhme, que llegó a situar el mal en Dios mismo, se llega al panteísmo hegeliano: un Absoluto que se identifica con el mundo y que, por tanto, lleva en sí la contradicción.
----------Las consecuencias son devastadoras: si Dios incluye en sí lo falso, ¿quién garantiza la verdad?; si Dios es causa del mal, ¿quién nos libra del pecado?; si Dios muere, ¿quién nos da la vida?
----------De este tronco brotan dos frutos igualmente venenosos: el humanismo “cristiano” panteísta‑evolucionista, secretamente ateo, que diluye al hombre en Dios; y el humanismo abiertamente ateo de Marx, que diluye a Dios en el hombre. En ambos casos, la trascendencia divina se disuelve y la contradicción se diviniza.
   
La respuesta cristiana: Calcedonia como brújula viva
   
----------Frente a la deriva hegeliana —que introduce la contradicción en el corazón mismo de lo divino— la fe católica se mantiene firme en la confesión de un Dios simplicísimo, inmutable, veraz y fuente de toda vida. La cristología de la Iglesia, definida solemnemente en el Concilio de Calcedonia [451], proclama con claridad: «una sola persona en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación».
----------Esta fórmula dogmática de la fe católica en nuestro Señor Jesucristo, lejos de estar “superada” como pretenden los neo-modernistas, es hoy más actual que nunca. Porque, por un lado, preserva la trascendencia de Dios: la naturaleza divina no cambia, no sufre, no muere. Atribuirle contradicción o debilidad sería negar su divinidad. Por otro lado, reconoce la verdadera humanidad de Cristo: en Él, la naturaleza humana sí cambia, sufre y muere; pero lo hace en unión hipostática con la única Persona divina del Verbo, de modo que su pasión y muerte son verdaderamente redentoras. Y por último, evita la blasfemia hegeliana: no hay en Dios falsedad, mal ni muerte. Estos pertenecen al mundo caído, no al Creador.
----------La communicatio idiomatum, ya utilizada por los Padres de la Iglesia, permite atribuir a nuestro Señor Jesucristo en cuanto Persona divina lo que pertenece a su humanidad (por ejemplo, decir “Dios murió en la cruz”), pero nunca en el sentido de que la naturaleza divina haya sufrido o cambiado. Un “dios débil” o “cambiante” no sería el verdadero Dios, y por tanto no podría salvar.
----------Aquí se juega algo decisivo: si Dios mismo es contradictorio, falso o mortal, ¿quién nos libra del mal, quién nos da la vida, quién nos sostiene en la verdad? La fe católica responde con firmeza: sólo un Dios inmutable, veraz y omnipotente puede ser nuestro Salvador.
----------Por eso, Calcedonia no es arqueología dogmática, sino brújula viva para el presente. Allí donde se diluye la distinción de naturalezas, se pierde la salvación. Allí donde se introduce la contradicción en Dios, se abre la puerta al ateísmo práctico. En cambio, allí donde se confiesa con la Iglesia el misterio de Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, se abre el camino de la comunión y de la esperanza.
   
Dialéctica, analéctica y dialógica: del método a la comunión
   
----------La tradición filosófica, a lo largo de los siglos, ha alcanzado a distinguir con claridad entre la dialéctica como propedéutica de la ciencia y la dialéctica como arrogante pretensión de erigirse en ciencia definitiva. Como he dicho, la primera es humilde, limitada, consciente de su papel de preparación; la segunda es soberbia, absolutiza la contradicción y termina divinizándola.
----------Por una parte, entonces, tenemos la sana dialéctica (aristotélico‑tomista), que se mueve sólo en el plano de la opinión y de lo probable; sirve para ejercitar la razón en la confrontación comparativa de opiniones, en la búsqueda de distinciones y precisiones; no pretende en ningún momento ser ciencia, sino camino hacia la ciencia: un ejercicio preparatorio que ordena el pensamiento y lo dispone para la explicitación de la verdad. Esta sana dialéctica se complementa con la analéctica, en el sentido señalado por el padre Tomas Tyn, OP: el razonamiento analógico, capaz de concebir y explicar las relaciones más profundas —entre lo uno y lo múltiple, lo finito y lo infinito, lo humano y lo divino—. Es, en definitiva, un instrumento de comunión: mediante la confrontación de ideas, se alcanza una perspectiva coherente y compartida.
----------Por otra parte, existe desgraciadamente la dialéctica pervertida (hegeliana y sofística), que se presenta como ciencia definitiva, pero en realidad absolutiza la contradicción; no distingue entre lo probable y lo verdadero, sino que convierte la oposición en principio constitutivo del ser. En lugar de conducir a la verdad, institucionaliza la división y la confusión como método habitual. Es “diabólica” porque, en vez de tender puentes, rompe vínculos; en vez de ordenar, desordena; en vez de edificar, destruye.
----------Aplicado a nuestra experiencia concreta, incluso la que se pone de manifiesto lamentablemente en el foro de comentarios de este blog, el contraste es evidente. El pasadista que insulta o denigra no está practicando dialéctica sana, sino sofística: discute no para esclarecer, sino para imponerse. Por eso, su “diálogo” dura lo que un suspiro: en cuanto se ve sin argumentos, recurre al exabrupto o al silencio.
----------La dialéctica auténtica, en cambio, exige paciencia, humildad y respeto. Exige escuchar al otro en su mejor versión, responder con razones y no con descalificaciones, aceptar que la verdad se explicita en el intercambio: todo esto es propedéutico para la ciencia y, más aún, un verdadero servicio a la comunión eclesial.
----------Y cuando la dialéctica se abre a la analéctica, entonces florece la dialógica: el método de la conversación humana y del progreso auténtico, donde la unidad de los valores de fondo se expresa en la legítima pluralidad de modos de vivirlos y aplicarlos. Así, el diálogo deja de ser campo de batalla para convertirse en espacio de encuentro, de edificación y de comunión en la verdad.
----------Este es también el horizonte que el papa León ha señalado ya repetidamente en sus intervenciones recientes: una Iglesia sinodal que decide dialogar sin miedo, incluso con los pasadistas y con los modernistas, pero siempre en fidelidad a la comunión en la verdad del Evangelio.
   
Conclusión: del falso diálogo a la comunión en la verdad
   
----------El episodio de “Ludovicus” mencionado al inicio de este artículo, con su insulto final, no es un hecho aislado ni un simple exabrupto: es el síntoma de una lógica más profunda, la lógica de la falsa dialéctica que, al carecer de analogía, degenera en diabólica. Allí donde el diálogo se degrada en sofística, lo que queda es la división, la sospecha y la violencia verbal.
----------Frente a esta tentación, la Iglesia está llamada a custodiar y practicar la dialéctica auténtica, aquella que, unida a la analéctica, se convierte en preparación para la ciencia y en camino de comunión. El verdadero diálogo no consiste en vencer al interlocutor, sino en buscar con él la verdad; no en humillar, sino en edificar; no en sembrar discordia y división, sino en ordenar el pensamiento y la vida hacia el bien.
----------Por eso, hoy más que nunca, necesitamos recuperar la humildad intelectual que sabe escuchar al otro y responder, distinguir y precisar, ordenar y clarificar. Sólo así el diálogo se convierte en verdadera dialógica: espacio de encuentro y de comunión, y no en diabólica, que divide y destruye.
----------La historia enseña que la fascinación gnóstica y la absolutización de la contradicción conducen a desilusiones amargas y a tragedias graves, como las vividas en el siglo pasado. En cambio, la fidelidad a la dialéctica sana, iluminada por la analogía y confirmada por la fe de la Iglesia, abre el camino de la justicia, de la verdad y de la paz. Allí se custodia el horizonte de la esperanza cristiana y de la unidad eclesial: el diálogo que no divide, sino que conduce a la comunión en la verdad.
----------Por eso, como ha venido repitiendo el papa León en estos los primeros meses de su pontificado, la Iglesia de hoy está llamada a un diálogo en fidelidad a su naturaleza sinodal: un diálogo que no cede a la sofística ni a la nostalgia ni a la mimetización con el mundo, sino que busca la verdad en comunión, incluso con quienes proponen obstinadamente volver a la liturgia preconciliar y hacia formas de vida eclesial y de apostolado que han demostrado estar en contradicción con el Evangelio.
   
Fr Filemón de la Trinidad
La Plata, 5 de octubre de 2025 

7 comentarios:

  1. Por que una persona que firma con un nombre de fantasia como Filemon de la Trinidad pone entre comillas Ludovicus subrayando que es un alias?

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    1. Estimado Anónimo,
      comprendo su curiosidad y lamento no poder satisfacerla. Lo esencial aquí no es quién lo dice, sino lo que se dice. Bajo el alias de "Fr. Filemón de la Trinidad" he querido que resalte el contenido, no la figura personal del autor del blog. Coincido con Ludovicus en que ambos usamos un alias, pero con una diferencia fundamental: el mío remite a una identidad real que se ha responsabilizado ante los lectores dando los datos personales de formación y trayectoria que me obligan a un rigor que los lectores pueden exigir; el de Ludovicus, en cambio, no ofrece referencias que respalden sus afirmaciones. Los motivos de mi anonimato ya los he explicado repetidas veces en este blog, no tiene más que repasar lo que ya he dicho. Por eso insisto: lo importante no es mi identidad civil, sino si lo que aquí se afirma es justo, verdadero y fiel a la fe de la Iglesia.

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    2. Al contrario, mi curiosidad ya la satisfizo.
      Muchas gracias.

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    3. Estimado Anónimo,
      me alegra que así sea. Gracias a usted por la atención y el interés.

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  2. Hace algún tiempo tuve aquí mismo, en Linum Fumigans, un largo intercambio con un lector —no es necesario nombrarlo— en torno a menudencias de la historia de la liturgia y de las variaciones del Misal Romano. Durante un buen tramo pensé que compartíamos el interés por la investigación histórica: cotejar ediciones, precisar fechas, aclarar matices.
    Con el correr de las intervenciones, sin embargo, se me hizo evidente que nuestro interés no era el mismo. Para mí, se trataba de un ejercicio de historia: comprender cómo y por qué se dieron ciertos cambios. Para mi interlocutor, en cambio, aquello era la ocasión de alimentar un pasadismo que, al no querer admitirlo, terminó por cortar abruptamente el intercambio.
    Allí comprendí que no estábamos dialogando en el mismo plano. Yo buscaba comprender un proceso histórico; él buscaba seguir viviendo en un pasado añorado pero ya no real. Y cuando el pasado se absolutiza, el diálogo se vuelve imposible: no hay búsqueda compartida de la verdad, sino refugio en una nostalgia que se resiste a ser contrastada.
    Por eso, esta experiencia me confirmó lo que aquí se ha expuesto: hay verdadera dialéctica cuando dos interlocutores buscan juntos la verdad, aunque partan de perspectivas distintas; y hay falsa dialéctica —o más bien sofística— cuando uno de ellos sólo pretende reafirmar su posición sin dejarse interpelar. La primera conduce a la comunión; la segunda, a la ruptura.

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    1. Estimada Domna Mencía,
      le agradezco por compartir esta experiencia tan clara. Su testimonio ilustra perfectamente lo que hemos querido mostrar en esta entrada: el diálogo verdadero sólo existe cuando hay una búsqueda compartida de la verdad. Allí donde uno de los interlocutores se cierra en la nostalgia o en la autoafirmación, la palabra deja de ser diá‑logos y se convierte en diá‑ballo: no une, sino que divide.
      Por eso, la diferencia entre la dialéctica sana y la sofística no es un matiz académico, sino una cuestión vital para la comunión eclesial. La primera abre caminos de comprensión y de paz; la segunda encierra en un pasado idealizado o en una contradicción estéril. Lo que usted narra es un ejemplo concreto de cómo se verifica en la práctica esta diferencia.

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  3. Estimado padre Filemón: leyendo esta entrada, recordé lo que el Papa León dijo en su entrevista con Crux. Allí subrayó que «la sinodalidad es un antídoto a la polarización» y que significa «una actitud, una apertura, una voluntad de comprender». Y añadió que esa disposición incluye también a quienes se sienten en los márgenes, incluso a los que reclaman volver al rito preconciliar: con ellos también la Iglesia está llamada al diálogo, y dijo que está él dispuesto al diálogo con ellos, pero siempre en fidelidad al Concilio y a la comunión eclesial.
    Me parece que estas palabras del Papa confirman lo que aquí se expone: el diálogo verdadero no es concesión a la nostalgia ni sofística para imponer posiciones, sino búsqueda compartida de la verdad que edifica la comunión.

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