Llegando ya a nuestro último capítulo en esta serie de notas sobre la herejía del buenismo, alcanzamos finalmente una cumbre ciertamente ardua pero iluminadora, vale decir, la pregunta acerca de cuál es la actitud del buenismo respecto a las principales enseñanzas de la Iglesia sobre de la existencia de los condenados en el infierno, cuáles son los errores de tal actitud, y cómo corregirlos. Nuestro primer paso de hoy será brevísimo: simplemente plantear el status quaestionis. [En la imagen: Templo del Sagrado Corazón de Jesús, fragmento de acuarela sobre papel, 2021, obra de P.F., templo ubicado en San Martín 746 de la ciudad de Mendoza, en la jurisdicción de la parroquia Santiago Apóstol y San Nicolás, Arquidiócesis de Mendoza].
El estado de la cuestión
----------A lo largo de toda la historia de la Iglesia los fieles no han dudado nunca jamás de la existencia de los condenados en el infierno, pues son muy claros al respecto los testimonios de la Sagrada Escritura y sobre todo del Evangelio. Por otra parte, tampoco jamás se ha dudado, sin embargo, de la divina misericordia, ni del hecho de que Dios da a todos la posibilidad de salvarse.
----------Con referencia al espontáneo sentido de justicia que indudablemente todos tenemos, al menos si somos honestos, siempre ha sido obvio para todos que el pecado merece el castigo y que la virtud merece el premio, por lo cual, procediendo por analogía con la justicia humana, la cual sin embargo es falible, y fundándose sobre textos de la Escritura, nunca se ha experimentado la menor dificultad para reconocer que Dios, el cual es infinitamente más justo que el hombre, premia a los buenos y castiga a los malvados, y de esta manera pone remedio a las frecuentes lagunas que sufre la justicia humana.
----------Nunca se ha sentido la necesidad de excluir la justicia entendida como severidad o "crueldad" en nombre de la misericordia, sino que siempre se ha sido consciente de que para gobernar bien la comunidad, para disuadir del mal a los malvados y para animar al bien a los buenos, así como para desarrollar una sabia obra educativa en el ámbito moral, es necesario saber cuando llega el momento de usar misericordia y cuando en cambio llega el momento de hacer justicia, en la permanente consciencia del nexo que liga a la una con la otra.
----------Siempre se ha conocido el primado de la misericordia sobre la justicia. Siempre se ha sabido que sería bello persuadir al bien e inducir a los demás o gobernar a los hombres con serenos razonamientos, sin recurrir jamás a las amenazas, a la severidad o al uso de la fuerza.
----------Pero puesto que la humanidad presente no se encuentra ya en el paraíso del Edén originario, sino que a todas luces sufre las consecuencias del pecado original, entonces, para inducir a los transgresores al respeto de la ley, no basta aducir siempre argumentos de razón o de fe, sino que cuando se encuentra a sordos o renuentes, es necesario atemorizarlos con la amenaza del castigo, de modo similar a como un buen médico advierte al paciente de los riesgos que corre al no regularse en los alimentos. Y si en ciertos casos no basta el tratamiento farmacológico, el médico responsable recurre a la intervención quirúrgica.
----------Nadie en absoluto niega que en los siglos pasados los gobiernos y la misma Iglesia hayan sido a menudo demasiado severos en el gobierno de los hombres, por no hablar de cuando las más terribles crueldades han sustituido no digo a toda forma de misericordia sino incluso al más elemental sentido de humanidad, por ejemplo en las dictaduras comunistas como en las dictaduras nazifascistas del siglo pasado.
----------Por este motivo, ha sido providencial el Concilio Vaticano II en el darnos un poderoso estímulo a la misericordia en todas sus formas. Sin embargo, el problema es, como se ha dicho, que en este impulso del Concilio hacia la generosidad y la amplitud de corazón, se ha pecado de ingenuidad y de exagerado optimismo, como si se creyera dirigirse a una humanidad toda hecha de hombres de buena voluntad.
----------La tarea urgente para el hoy, como desde hace cincuenta años nos dicen los espíritus más advertidos, es la de -por así decir- corregir el tiro o levantar la puntería, o sea, la tarea de recuperar con prudente sabiduría una moderada severidad, sin volver a caer en los excesos del pasado y sin olvidar las conquistas del presente.
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