domingo, 28 de septiembre de 2025

Cuando la contra-revolución se viste de amarillo

¿Puede la defensa de la verdad convertirse en espectáculo, como días atrás algunos han hecho? ¿Qué sucede cuando la denuncia de los errores se reviste de mundano amarillismo y multiplica el escándalo en lugar de sanarlo? ¿Es posible que una así llamada “contra‑revolución”, enarbolada como si fuera bandera de apostolado cristiano, caiga en los mismos métodos mundanos que critica? La caridad y la prudencia, ¿no son acaso el verdadero antídoto frente al sensacionalismo religioso? [En la imagen: fragmento de "Cristo y la adúltera", óleo sobre tabla, de 1644, obra de Rembrandt, conservado en la National Gallery de Londres].

“La caridad cubre multitud de pecados” (1 Pe 4,8)
   
----------En tiempos de redes telemáticas, canales de vídeos y blogs digitales, también en ambientes eclesiales y denominados “contra‑revolucionarios” como si se tratara de verdadero apostolado, se ha instalado una tentación peligrosa: la de convertir la denuncia de los errores en espectáculo. Lo que debería ser un ejercicio de corrección fraterna y de discernimiento prudente se transforma en un producto de consumo masivo, donde los pecados ajenos se exhiben con nombre y apellido, multiplicando el escándalo en lugar de sanarlo.
----------La tradición moral de la Iglesia ha sido clara: no todo lo verdadero debe ser dicho, y mucho menos divulgado sin necesidad. La murmuración —o detracción— consiste precisamente en revelar faltas reales pero ocultas, dañando la fama del prójimo. Y cuando este mecanismo se reviste de un lenguaje “combativo” o supuestamente “defensor de la fe”, corre el riesgo de disfrazar de celo lo que en realidad es sensacionalismo.
----------El Evangelio nos advierte contra esta lógica: “No murmuren entre ustedes” (Jn 6,43). La denuncia sin caridad no edifica, sino que destruye; no ilumina, sino que oscurece.
----------En este clima, incluso la llamada “contra‑revolución” puede caer en la trampa de los métodos mundanos que dice combatir: el amarillismo, la búsqueda de notoriedad, la explotación del escándalo. Y así, lo que se presenta como defensa de la verdad termina siendo, en realidad, un modo de banalizarla.
----------Ante todo, preguntémonos: ¿qué es la murmuración? Pues bien, la tradición moral de la Iglesia, desarrollada y explicitada en su teología moral, ha distinguido con gran precisión los pecados de lengua. Suele definirse la difamación como la violación injusta de la fama del prójimo ausente. Y se subdivide en: calumnia, cuando se imputa falsamente una falta; y detracción o murmuración, cuando se revelan faltas verdaderas pero ocultas, o cuando se disminuye el mérito real de alguien.
----------El Catecismo de la Iglesia Católica enseña en la misma línea: “El respeto a la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra que pueda causarles un daño injusto” (n.2477). Y añade: “Quien, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y faltas de otros a personas que los ignoran, comete difamación y atenta contra la caridad y la justicia” (n.2477).
----------Habiendo aclarado lo anterior, nos preguntamos ahora: ¿por qué es pecado la murmuración? Pues bien, la murmuración es pecado porque, en primer lugar, atenta contra la justicia, privando al prójimo de un bien al que tiene derecho: su buena fama (Catecismo, n.2479: “La detracción y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo”). En segundo lugar, porque atenta contra la caridad, pues no busca la enmienda del hermano, sino la exposición de su miseria. Y en tercer lugar, porque atenta contra la comunión, porque siembra división y escándalo en la comunidad.
----------Santo Tomás de Aquino lo resume con claridad: “La detracción es pecado porque destruye la fama del prójimo sin necesidad” (Summa Theologiae, II‑II, q.73, a.1). Y en el siguiente artículo precisa: “El honor y la buena fama son bienes más preciosos que las riquezas exteriores” (Summa Theologiae, II‑II, q.73, a.2).
----------La gravedad de la murmuración no es una novedad reciente: la Iglesia la ha señalado desde sus orígenes como un veneno para la comunión. Los Padres de la Iglesia reforzaron esta enseñanza con imágenes vivas y concretas. San Bernardo de Claraval advertía que “la lengua que murmura hiere a tres: al que habla, al que escucha y al que es objeto de la murmuración”. San Agustín de Hipona, por su parte, llegó a prohibir expresamente que en su mesa se hablara mal de los ausentes, inscribiendo la advertencia para que nadie olvidara que la murmuración es incompatible con la caridad fraterna. Y san Juan Crisóstomo comparaba la detracción con un robo, porque arrebata al prójimo lo más precioso: su buena fama.
----------Así, desde la Sagrada Escritura hasta los Padres, pasando por el Magisterio y la teología escolástica, la enseñanza es unánime: la murmuración destruye la comunión y contradice la caridad. No se trata de un detalle menor, sino de un pecado que mina la vida eclesial desde dentro.
----------La murmuración o detracción puede tener algunas legítimas excepciones. La teología moral reconoce que no toda revelación de defectos es murmuración. Puede ser lícito hablar de los pecados ajenos si lo exige ante todo el bien común: por ejemplo, advertir sobre un candidato indigno a un cargo público, o narrar hechos históricos para evitar falsificaciones; o también si lo exige el bien privado: la enmienda del mismo culpable, la defensa de terceros, o la protección del propio revelante.
----------Pero dichas legítimas excepciones rigen siempre bajo dos condiciones: primero, que el daño causado sea menor que el mal que se evita, y segundo, que no haya otro modo más prudente y caritativo de alcanzar ese bien. El Catecismo lo expresa así: “El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Cada uno debe conformar su vida al precepto del amor fraterno. Esto exige en situaciones concretas un juicio prudente sobre si conviene o no revelar la verdad a quien la pide” (n.2488).
----------Ahora bien, en nuestra era digital y globalizada es indudable que la tentación de convertir la denuncia en espectáculo es grande. Se alega a veces que “nombrar a los culpables” protege a los inocentes. Sin embargo, cuando los hechos ya son públicos por la prensa o han sido tratados por la autoridad eclesial, multiplicar el escándalo en redes no añade protección, sino confusión.
----------Aquí conviene recordar un principio que los manuales actuales de moral subrayan: la proporcionalidad. La comunicación de un defecto solo es legítima si es necesaria para un bien y si se hace con la debida discreción. De lo contrario, se convierte en un acto de injusticia que erosiona la confianza social y eclesial.
----------La tentación de cierto discurso “contra‑revolucionario” es deslizarse hacia una visión dualista de la Iglesia y del mundo, un cuasi catarismo: de un lado, los “puros” que denuncian; del otro, los “corruptos” que son exhibidos. Esta lógica recuerda, en parte, la espiritualidad de los cátaros medievales, que dividían la realidad en dos campos irreconciliables: luz y tinieblas, buenos y malos.
----------Cuando la denuncia se convierte en espectáculo, se corre el riesgo de caer en un moralismo sin misericordia, donde el pecado ajeno se usa como contraste para exaltar la propia “pureza”. Es un modo de predicar que no busca la conversión del hermano, sino la autoafirmación del denunciante.
----------La tradición católica, en cambio, enseña que la Iglesia es cuerpo de pecadores llamados a la santidad, no comunidad de impecables. La corrección fraterna no consiste en separar a los “puros” de los “impuros”, sino en sanar las heridas con verdad y caridad.
----------El remedio no está en amplificar el morbo, sino en formar conciencias: recordando que la culpa es siempre personal, no colectiva, mostrando ejemplos de fidelidad y santidad en el clero, enseñando a discernir entre la legítima corrección fraterna y la murmuración sensacionalista.
----------El Evangelio nos recuerda un camino distinto al de la exposición pública y al sensacionalismo: “Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígelo a solas; si te escucha, habrás ganado a tu hermano” (Mt 18,15). La corrección fraterna no es espectáculo, sino medicina; no busca clicks, sino conversión.
----------La tradición moral ha sido constante: la verdad sin caridad se convierte en arma destructiva. La murmuración, incluso cuando se reviste de celo, no edifica a la Iglesia, sino que la hiere. El papa Francisco lo ha expresado con crudeza: “Si hablas mal del hermano, lo matas… No existen maledicencias inocentes: son siempre un arma mortal”. La salida no es amplificar el escándalo, sino tratar las heridas con caridad, discernir con prudencia y corregir con justicia.
----------Si se pudiera hablar en la Iglesia de una “contra‑revolución” —categoría que debería reflexionarse para discernir su validez en el seno de la Iglesia—, ella, sin embargo, para ser verdadera y auténtica, no se vestiría nunca jamás de amarillo, sino, en todo caso, de blanco evangélico: se vestiría del "sí, sí; no, no" de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 5,37). Por eso, frente al ruido del amarillismo, la Iglesia está llamada a ser coro de voces que anuncian la verdad en caridad, sin ceder a la tentación de la polémica fácil.
   
Fr Filemón de la Trinidad
Mendoza, 27 de septiembre de 2025

67 comentarios:

  1. Celebro profundamente esta entrada, no solo por su contenido doctrinal, sino por su valentía editorial. En tiempos donde la denuncia se ha convertido en espectáculo y la corrección fraterna en algoritmo de visibilidad, hacía falta una voz que recordara que la verdad sin caridad no es luz, sino fuego que quema.
    La distinción entre corrección y murmuración, entre celo auténtico y sensacionalismo disfrazado de profecía, es hoy más urgente que nunca. Y su texto, padre Filemón, lo logra sin caer en simplificaciones ni en tibiezas.
    Gracias por devolver al discurso eclesial el tono sapiencial, el rigor moral y la pedagogía coral que tanto necesitamos. Esta es, en efecto, una verdadera contra‑revolución: no la que grita, sino la que discierne, corrige y edifica.

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    1. Estimada Domna Mencía,
      le agradezco por su lectura tan atenta de mi artículo. No se trata de buscar originalidad ni valentía por sí mismas, sino de permanecer fieles al Evangelio, que nos pide hablar la verdad en caridad. La distinción entre corrección y murmuración es, como bien señala, decisiva para no confundir celo con espectáculo. Que esta reflexión no quede en un texto aislado, sino que se prolongue en un coro de voces que edifiquen comunión.

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  2. Hace tiempo que se necesitaba decir esto… no con gritos… ni con nombres… sino como se dice lo que duele…
    La caridad no se grita… se vive… y cuando falta, se nota…
    No todo lo que se dice edifica… y no todo lo que se calla es encubrimiento…
    Gracias por recordar que corregir no es exhibir… y que la Iglesia no se limpia con escándalo, sino con oración y verdad…

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    1. Estimada Rosa Luisa,
      le agradezco por su palabra sobria y certera. La caridad, como bien usted recuerda, no se declama: se encarna en gestos concretos que edifican. Y la corrección, cuando es evangélica, no busca exhibir, sino sanar. Que el Señor nos conceda vivir esa verdad en la discreción de la oración y en la firmeza de la comunión.

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  3. ¡Por fin alguien denuncia el amarillismo en la Iglesia! Gracias por su claridad, padre.

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    1. Estimado Anónimo,
      gracias por su aprecio. Más que una denuncia, lo que se busca es ayudar a discernir y a formar la conciencia, para distinguir entre la corrección fraterna y la murmuración. La Iglesia no necesita gritos, sino voces que anuncien la verdad en caridad, edificando comunión.

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  4. Con este discurso ustedes justifican el silencio y protegen a los culpables.

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    1. Anónimo: se comprende su inquietud, y no hay que desestimarla. Pero conviene distinguir entre el silencio que encubre y el que respeta. La tradición moral de la Iglesia nunca ha justificado la omisión culpable, pero sí ha enseñado que la corrección fraterna exige discreción, proporcionalidad y caridad.
      No se trata de proteger culpables, sino de evitar que la denuncia se convierta en espectáculo. Santo Tomás lo explica con claridad: la fama es un bien precioso, y dañarla sin necesidad es injusticia. El Catecismo lo confirma: revelar faltas sin razón objetivamente válida atenta contra la caridad y la justicia.
      La corrección fraterna no se hace en público, sino en el ámbito del amor que busca sanar. Y cuando los hechos ya son conocidos o tratados por la autoridad competente, repetirlos en redes no añade verdad, sino ruido.
      Este texto del padre Filemón no propone silencio cómplice, sino palabra justa. Y recuerda que la comunión no se construye con escándalo, sino con verdad dicha en caridad.

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    2. Anónimo: Comprendo lo que dices, y también lo he sentido muchas veces. Cuando uno se encuentra con el dolor, con abusos o con injusticias, el silencio puede parecer complicidad. Pero con el tiempo he aprendido que no todo lo que se dice cura, y no todo lo que se calla encubre.
      En mi parroquia hemos tenido que afrontar situaciones difíciles, y lo hicimos con firmeza, pero sin convertirlo en escándalo. Porque cuando se expone sin caridad, se destruye más de lo que se corrige. Y cuando se corrige con caridad, a veces el cambio llega en silencio, sin necesidad de exhibirlo.
      El texto del padre Filemón, a como lo veo, no pide callar lo que debe decirse, sino discernir cómo y cuándo hablar, o quién es el que tiene que hablar (en casos del clero, los superiores). Nos recuerda que la comunión también se cuida en el modo de expresarnos. No para proteger culpables, sino para no herir más de lo que ya está herido.

      Sergio Villaflores (Valencia, España)

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    3. Estimado Anónimo,
      comprendo su inquietud. Pero conviene precisar: la Iglesia nunca ha justificado el silencio que encubre, ni la omisión culpable. Lo que yo he recordado en mi artículo es que la corrección fraterna no se confunde con la exposición pública. El Evangelio mismo enseña que, cuando un hermano yerra, se le corrige primero en privado, buscando su bien (cf. Mt 18,15).
      Nombrar y difundir puede ser necesario en ciertos casos, pero no siempre es justo ni caritativo. La fama es un bien moral que no se puede dañar sin causa proporcionada. Por eso, cuando los Pastores ya han intervenido, repetir públicamente lo sucedido no añade verdad, sino ruido.
      Mi artículo no protege culpables: protege la comunión y recuerda que la verdad, sin caridad, deja de ser evangélica.

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    4. Estimada Domna Mencía,
      agradezco mucho la claridad de su intervención. En efecto, la tradición moral de la Iglesia, explicitada por la teología moral, distingue con precisión entre el silencio que encubre y el que respeta, y recuerda que la corrección fraterna no se mide por la estridencia, sino por la caridad y la justicia. La fama del prójimo es un bien moral que no puede ser tratado con ligereza. Por eso, la palabra justa no es complicidad, sino servicio a la comunión.

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    5. Estimado Sergio,
      agradezco por compartir su experiencia pastoral. Es muy iluminador recordar que la firmeza no necesita del escándalo para ser eficaz, y que la caridad, cuando guía la corrección, puede obrar silenciosamente en lo profundo.
      El discernimiento sobre cómo, cuándo y quién debe hablar no es evasión, sino fidelidad al Evangelio y a la comunión eclesial. Su testimonio confirma que la verdad dicha en caridad no encubre, sino que sana.

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  5. Si no se nombran los errores y a los culpables, nunca habrá verdadera reforma.

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    1. Estimado Gladius,
      gracias por su observación. Es cierto que la verdadera reforma exige claridad y responsabilidad, pero conviene recordar que en la Iglesia esa misión corresponde, en primer lugar, a los Pastores, llamados a discernir y a corregir con justicia.
      Por ello, nombrar públicamente no siempre garantiza la verdad ni la reforma: puede, en cambio, convertirse en un daño añadido a la comunión. La tradición moral de la Iglesia, explicitada por la teología moral, enseña que la corrección fraterna busca la conversión del hermano, no su exposición.
      Y cuando se trata de ministros de la Iglesia —como en los casos que desgraciadamente se ventilaron días atrás, y que no deberían haberse publicitado de modo escandaloso—, el cauce adecuado es el de la autoridad competente, que debe actuar con firmeza y caridad.
      La reforma auténtica no nace del señalamiento, sino de la conversión personal y comunitaria, sostenida por la gracia y por la disciplina eclesial.

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  6. ¿Y cómo distinguir entonces entre corrección fraterna y murmuración?

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    1. Estimado Dino,
      le agradezco su pregunta, que va al centro del asunto. La tradición moral de la Iglesia ofrece criterios claros para distinguir los siguientes elementos:
      1. La intención: la corrección fraterna busca el bien del hermano y su conversión; la murmuración busca rebajar su fama o alimentar la curiosidad.
      2. El destinatario: la corrección se dirige al interesado o, si es necesario, a quien tiene autoridad para remediar la situación; la murmuración se dirige a terceros que nada pueden hacer.
      3. El modo: la corrección se hace con caridad, discreción y proporcionalidad; la murmuración suele ser ligera, indiscreta o desproporcionada.
      4. El fruto: la corrección edifica y sana; la murmuración divide y escandaliza.
      Por eso, no todo lo que se dice edifica, ni todo lo que se calla es encubrimiento. La clave está en hablar cuando es justo y necesario, y callar cuando hablar sería herir sin remedio.

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  7. No se trata de morbo ni de espectáculo… Se trata de que la gente sepa que no todos los sacerdotes son iguales. Cuando se hacen públicas ciertas faltas, no es solo para señalar al culpable, sino para que quede claro que los de Madrid o los de Toledo —o tantos otros curas— no tienen nada que ver con esos casos. Callar en nombre de la caridad puede dar la impresión de que todo es lo mismo… y no lo es.

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    1. Estimado Anónimo,
      gracias por su intervención, que toca un punto sensible. Es cierto que no todos los sacerdotes son iguales, y que la generalización injusta hiere a quienes sirven con fidelidad. Pero conviene precisar algunos criterios:
      Primero, la finalidad de la corrección: la corrección fraterna busca sanar al hermano y edificar la comunión, no solo marcar distancias. Cuando la denuncia pública se convierte en contraste —“yo no soy como ellos”—, corre el riesgo de deslizarse hacia la autoproclamación de pureza, que no edifica sino que divide.
      Segundo, el cauce legítimo: en la Iglesia, la responsabilidad de discernir y de actuar corresponde a los Pastores. Ellos son quienes deben tomar medidas, como de hecho lo han hecho en los casos mencionados. La exposición pública, fuera de esos cauces, no siempre añade claridad; a menudo añade ruido y escándalo.
      Tercero, el bien de la comunión: la caridad no es encubrimiento, pero tampoco es exhibición. Callar lo que debe decirse sería omisión culpable; decir lo que no corresponde, o decirlo de modo que hiere innecesariamente, es injusticia. La virtud está en discernir qué palabra edifica y qué palabra destruye.
      Por eso, y en conclusión, la verdadera defensa de los sacerdotes fieles no se logra contraponiéndolos a los que han caído, sino mostrando con la vida y con la enseñanza que la santidad es posible y real. La Iglesia no se limpia con escándalo sumado al escándalo, como ha sucedido días atrás, sino con verdad dicha en caridad, en los cauces que el Señor mismo ha querido para su Pueblo.

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  8. Coincido con lo que se plantea en el artículo. Estas denuncias públicas, que a veces nacen de motivaciones muy distintas —he visto a unos hacerlo desde un aire casi feminoide y a otros desde un talante marcadamente machista y militaroide evidente—, terminan coincidiendo en lo mismo: en presentarse como los “puros” frente a los “corruptos”.
    Ese trasfondo recuerda demasiado a la vieja herejía cátara: dividir la Iglesia en dos campos irreconciliables, como si unos fueran luz y los otros tinieblas. Al final, lo que se proclama es: “yo no soy como éstos”. Pero esa autoproclamación no edifica, porque no busca la conversión del hermano, sino la autoafirmación del denunciante.

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    1. Estimado padre D.B.,
      gracias por su lúcida aportación. En efecto, el trasfondo de ciertas denuncias públicas recuerda a la tentación dualista que la Iglesia conoció en la herejía cátara: dividir el Cuerpo de Cristo en dos campos irreconciliables, como si unos fueran luz y los otros tinieblas.
      Pero la verdad evangélica es otra: todos necesitamos conversión, y nadie puede proclamarse puro frente al hermano. La corrección fraterna no nace de la autoafirmación, sino de la caridad que busca sanar. Cuando la denuncia se convierte en autoproclamación —“yo no soy como éstos”—, deja de edificar y se transforma en un gesto de separación.
      Por eso, como bien señala, la verdadera reforma no consiste en trazar fronteras entre “puros” y “corruptos”, sino en dejar que la gracia purifique a todos, en comunión y bajo la guía de los Pastores. Solo así la Iglesia se edifica como un todo reconciliado, no como un campo de bandos enfrentados.

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  9. Padre: no termino de entender estas denuncias que se proclaman desde una ideología que se dice “contrarrevolucionaria”. En los dos casos que todos tenemos en mente —Madrid y Toledo—, los propios Pastores ya han tomado medidas, adecuadas o no, pero en todo caso legítimas, para tratar la situación de esos sacerdotes.
    ¿Quién se cree con derecho un laico o un sacerdote en otra parte del mundo para hablar de estas cosas como si fuera juez universal? Aunque se piense que se pertenece a una milicia contrarrevolucionaria, o se quiera posar de vigía de Occidente… ¿acaso se cree otro Reagan?
    La Iglesia tiene sus cauces, y saltárselos en nombre de un supuesto celo no es fidelidad, sino arrogancia.

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    1. Estimada Maricarmen,
      le agradezco su intervención tan clara. En efecto, la Iglesia tiene cauces propios para tratar estas situaciones, y corresponde a los Pastores discernir y actuar, como de hecho lo han hecho en los casos que todos tenemos presentes. Saltarse esos cauces en nombre de un supuesto celo no es fidelidad, sino una forma de arrogancia que erosiona la comunión eclesial.
      De hecho, este tipo de “denuncias” —más bien pseudo‑denuncias— públicas, con frecuencia brotan de ámbitos sectarios que ya de por sí se hallan distanciados de la comunión plena.
      El verdadero celo no se mide por la dureza de las palabras ni por la ideología que las sostiene, sino por la caridad que busca sanar y edificar. La tentación de erigirse en juez universal —sea desde un discurso contrarrevolucionario o desde cualquier otra bandera— no ayuda a la reforma, sino que multiplica la división.
      La comunión se cuida confiando en los cauces que la Iglesia, con sus límites humanos, ha recibido del Señor: la corrección fraterna, la disciplina ejercida por los Pastores, la oración perseverante del Pueblo de Dios. Allí se juega la verdadera purificación eclesial.
      Y la auténtica contra‑revolución —si es que en la Iglesia cabe hablar en esos términos— no consiste en gritar más fuerte, sino en vivir la verdad en caridad, con paciencia y obediencia. Solo así la Iglesia se reforma desde dentro, no por la lógica del espectáculo, sino por la fuerza de la gracia.

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  10. En muchas ocasiones las denuncias obligan a las autoridades a tomar medidas. Por ejemplo el caso del obispo Barros en Osorno o el caso Domínguez en San Rafael.
    Si los chilenos no denunciaban a Barros éste seguía como si nada. La denuncia pública fue lo que ayudó a que Francisco quien primero había sido favorable al prelado chileno, terminara removiéndolo.

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    1. Estimado Anónimo,
      le agradezco la información que aporta. En el caso de Osorno, es cierto que la protesta pública tuvo un papel en visibilizar la situación, pero conviene recordar que la decisión del Papa no se debió simplemente a la presión mediática, sino a una investigación formal encargada a Mons. Scicluna. Su informe reveló la gravedad de los hechos y condujo a la renuncia del obispo Barros. La Iglesia no actúa por clamor, sino por discernimiento y justicia.
      En cuanto al caso de San Rafael, si se refiere a la denuncia difundida por un blog mendocino, es claro que aquella publicación no fue la causa de la intervención eclesial. Más bien, se trató de un estilo amarillista que solo agrandó el escándalo, sin aportar a la verdad ni a la caridad.
      Este modo de proceder —ya sea en blogs filolefebvrianos o en corrientes ideológicas pasadistas— tiene en común un regodeo en los pecados del clero, como si el mal ajeno confirmara la propia pureza de lo que llaman “la Iglesia de siempre”: una burbuja autorreferencial, en contraposición a la Iglesia real, que peregrina con pecadores y necesita conversión.
      La Iglesia no se edifica desde la denuncia espectacular, sino desde la verdad dicha en caridad, en los cauces que el Señor ha confiado a sus Pastores.

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    2. Muchas gracias por su respuesta.
      El caso de Osorno no fue impulsado por grupos tradicionalistas. Es más, el Papa Francisco cuando todavía defendía al Obispo Barros acusó a grupos de izquierda de fogonear ese tema.
      https://youtu.be/8MJ-arsR7kE?si=rRXWgnPT_-S5q-47
      Claro que la remoción de Barros fue por la investigación que mandó a llevar adelante el Papa, pero esa investigación se llevó adelante a causa de las numerosas protestas de los fieles, incluso cuando el Papa visitó Chile.
      Estos problemas no tienen que ver con ideologías. En ese caso la denuncia tal vez fue impulsada por gente más bien de izquierda según dice Francisco y en el Verbo Encarnado que son más bien tradicionalistas fue impulsado por sus mismos miembros.
      Pero el problema es que la Iglesia demostró no tener mucha eficiencia en estos manejos y por ello es que muchos fieles se sintieron más seguros haciendo una denuncia pública para evitar los viejos manejos de trasladar al culpable y/o enfriar el asunto mediante el paso del tiempo.

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    3. En cuanto al caso de San Rafael salió en varios blogs y portales de noticias.
      Si tomamos en cuenta lo que dijo el Obispo en AICA
      https://aica.org/noticia-mons-dominguez-explica-que-su-renuncia-es-una-decision-dolorosa-y-personal
      Es una tomada de pelo. Entiendo que no debe ser fácil decir los reales motivos, pero decir que presentó su renuncia por razones personales es una burla.
      La verdad se conoció de primera mano por el vocero de la diócesis
      https://www.youtube.com/watch?v=nAjs6Yk-HlA

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    4. Estimado Anónimo,
      le agradezco por la información que usted aporta en su réplica. Es cierto que en Osorno no fueron grupos tradicionalistas quienes impulsaron la protesta, sino laicos que, con dolor, expresaron públicamente su rechazo. También es cierto que el Papa, en un primer momento, atribuyó esas protestas a sectores ideológicos.
      Sin desconocer el dolor de las víctimas ni el fruto que pudieron tener esas expresiones, conviene preguntarse por el valor (moral) de la modalidad de la denuncia. La Iglesia —que no es solo el clero, sino todo el Pueblo de Dios— debe aprender a encauzar estas situaciones a través de los medios adecuados: el recurso a las instancias eclesiásticas competentes.
      Conviene, además, precisar los detalles de este relato: el hecho es que la remoción del obispo Barros no se debió directamente a la protesta, sino al informe encargado a Mons. Scicluna, que documentó con rigor la gravedad de los hechos. La protesta visibilizó, ciertamente, pero la decisión se tomó por discernimiento y justicia, no por clamor mediático.
      La Iglesia no actúa como un campo de fuerzas ideológicas, sino como un cuerpo que discierne en fidelidad al Evangelio. Y aunque es verdad que a veces los procesos eclesiales parecen lentos o ineficaces, sustituirlos con la denuncia mediática no siempre garantiza justicia: puede, en cambio, abrir la puerta al escándalo y a la división.
      La verdadera purificación de la Iglesia no se logra por presión de bandos, sino por la verdad dicha en caridad, en los cauces que el Señor ha confiado a sus Pastores.
      Por lo demás, mantengo mi afirmación: los sectores pasadistas de tono cripto‑cismático, antes, durante o después de estos procesos, agravan el escándalo al mediatizar la denuncia. Tal proceder es inmoral, por las razones que ya he expuesto en el artículo.

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    5. Estimado Anónimo,
      le agradezco la información que aporta sobre el otro caso que cita. Comprendo la perplejidad que generan estas situaciones: no siempre las explicaciones oficiales logran disipar las dudas, y a veces las palabras de un obispo pueden sonar insuficientes o excesivamente prudenciales, llegando incluso a suscitar nuevas sospechas.
      Me alegra suponer su coincidencia con mi apreciación anterior: el blog mendocino al que aludí sobredimensionó el escándalo, afectando a muchos fieles. Ese modo de proceder no ayuda a la verdad ni a la comunión y, en realidad, cae en el pecado de detractio, cuyos fundamentos morales he recordado en mi artículo.
      Por consiguiente, debe quedar claro que, aun cuando un acusado persista en sus errores o intente ocultarlos, ello no justifica de ningún modo el recurso a medios inmorales —murmuración o detractio— para alcanzar un supuesto fin bueno. La tradición moral de la Iglesia, explicitada por su teología moral, es inequívoca: bonum finem non iustificat mala media. La verdad no se alcanza con métodos que hieren la caridad y multiplican el escándalo.
      Reitero, además, lo señalado en mi primera respuesta: estos hechos lamentables en el clero son casi siempre viralizados por redes pasadistas de tono cripto‑cismático y filolefebvriano. Es un hecho constatable. El objetivo de tales corrientes es claro: insinuar que la Iglesia posterior al Concilio Vaticano II no produce sino frutos de perdición, en contraposición a la supuesta “Iglesia de siempre”, reducida a un modus vivendi anterior al Concilio.
      La purificación de la Iglesia no se logra por la lógica del espectáculo, sino por la verdad dicha en caridad, en los cauces que el Señor ha confiado a sus Pastores. Solo así se edifica la comunión y se sana lo que está herido.

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    7. Estimado Anónimo,
      he decidido no publicar su nuevo comentario, en el que enumeraba más casos de escándalos en la Iglesia. Ya consentí acoger dos ejemplos en sus intervenciones anteriores, pero no corresponde seguir por ese camino. Las razones son evidentes: no conviene que este espacio se convierta en un catálogo de nombres y episodios dolorosos, pues ello desviaría el propósito formativo y comunitario de nuestro diálogo.
      Lo que aquí nos ocupa no es acumular ejemplos, sino discernir el modo en que la Iglesia debe afrontar estas situaciones. La experiencia muestra que la publicidad indiscriminada no siempre evita males mayores; a veces los multiplica. La tradición moral de la Iglesia es clara: un fin bueno no justifica medios malos. La purificación eclesial no se logra por la lógica del escándalo, sino por la verdad dicha en caridad, en los cauces que el Señor ha confiado a sus Pastores.
      En este sentido, la Carta de Benedicto XVI a los católicos de Irlanda (19 de marzo de 2010), que algunos han recordado, es verdaderamente profética: nos enseña que la conversión y la reparación son caminos de gracia, no de exposición mediática.

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    9. Estimado Anónimo,
      he decidido no publicar su nuevo comentario, en el que vuelve a enumerar casos concretos. Como ya he señalado, no conviene que este espacio se convierta en un catálogo de escándalos, pues ello desviaría el propósito formativo y comunitario de nuestro diálogo.
      Que ciertos hechos sean hoy “públicos y notorios” no significa que ese sea el modo correcto de afrontarlos. Muchas veces esa notoriedad brotó del escándalo mediático, que no siempre sirvió a la verdad ni a la caridad. La Iglesia no discierne por titulares, sino por los cauces que el Señor le ha confiado: la investigación seria, la corrección fraterna, la disciplina ejercida por los Pastores.
      En cuanto a lo que usted cita del Papa Francisco, conviene precisar: él mismo ha reconocido que en ocasiones la prensa le hizo percibir que había un problema. Pero lo decisivo no fue lo que dijeron los periodistas, sino la investigación formal que él mismo encargó y que le permitió actuar con justicia. La ayuda circunstancial de la prensa no convierte al periodismo en cauce ordinario de discernimiento eclesial.
      La purificación de la Iglesia no se logra por la lógica del escándalo, sino por la verdad dicha en caridad, en los cauces legítimos de comunión. Solo así se edifica y se sana lo que está herido.

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  11. Padre, con todo respeto, al leer sus respuestas me da la impresión de que usted termina encubriendo los abusos del clero. Entiendo que no quiera convertir este espacio en un catálogo de escándalos, pero ¿no cree que al borrar comentarios y evitar dar nombres se corre el riesgo de minimizar la gravedad de lo sucedido? Muchos fieles sienten que la Iglesia ha callado demasiado tiempo, y que esa actitud de silencio es lo que permitió que los abusos se multiplicaran.

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    1. Sergio Villaflores1 de octubre de 2025, 6:04

      Anónimo, creo que conviene distinguir entre encubrimiento y prudencia. Encubrir es callar para proteger al culpable, lo cual es gravísimo. Prudencia, en cambio, es no multiplicar el escándalo innecesariamente, porque la verdad no se construye a base de titulares. Supongo que el hecho de que el moderador no publique nombres concretos o que se recuerden hechos históricos recientes, no significa que niegue los abusos, sino que quiere evitar que este espacio se convierta en un escaparate de miserias. La Iglesia necesita transparencia, sí, pero también necesita caridad y discernimiento, para que la denuncia no se transforme en espectáculo.
      Sergio Villaflores (Valencia, España)

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    2. Anónimo, entiendo su dolor y su enojo.... Todos sufrimos cuando salen a la luz estas miserias en la Iglesia... Pero no confundamos: callar para proteger al culpable es encubrimiento; callar para no multiplicar el escándalo mientras se busca la verdad en los cauces debidos es prudencia... Yo misma he visto cómo la difusión amarillista de ciertos casos no ayudó a las víctimas, sino que hirió todavía más a la comunidad. La justicia verdadera no se logra con ruido, sino con verdad y caridad...

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    3. Estimado Anónimo,
      comprendo su inquietud y la comparto en lo esencial: el silencio cómplice es un pecado gravísimo, y durante demasiado tiempo en la Iglesia se confundió la prudencia con la omisión. Eso permitió que los abusos se multiplicaran y que muchas víctimas quedaran sin amparo.
      Ahora bien, conviene recordar los principios de la teología moral que nos guían: 1. El deber de la verdad y la justicia: los delitos deben ser denunciados en los foros competentes, porque la justicia exige reparar y proteger. Callar para encubrir es siempre ilícito. 2. La prudencia como virtud: no todo puede ventilarse en la plaza pública. La murmuración es pecado, y convertir la denuncia en espectáculo no ayuda a las víctimas ni a la comunidad. 3. La comunión eclesial como criterio: la Iglesia no se purifica con ventiladores encendidos en blogs o canales de Youtube, sino con procesos serios, en los cauces que el Señor ha confiado a sus pastores y a la justicia civil.
      Por eso, cuando en este espacio evito nombres concretos o suprimo comentarios que los incluyen, no es para minimizar la gravedad de lo sucedido, sino para impedir que este foro se convierta en un catálogo de miserias. La gravedad de los hechos no se mide por la cantidad de veces que los repetimos, sino por la seriedad con que los enfrentamos en los ámbitos adecuados.
      La purificación de la Iglesia exige verdad, justicia y reparación, pero también caridad y prudencia. Esa es la línea que intento custodiar aquí.

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    4. Estimado Sergio,
      gracias por la claridad de su distinción. Encubrimiento y prudencia no son lo mismo: lo primero es pecado grave, lo segundo es virtud moral. Justamente de eso trata esta entrada: de custodiar la verdad con caridad, evitando que la denuncia se degrade en espectáculo, como lamentable ha ocurrido frecuentemente y también ha ocurrido estos días atrás.

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    5. Estimada Rosa Luisa,
      le agradezco por recordar con tanta claridad que la justicia verdadera no se alcanza con ruido, sino con verdad y caridad. Esa es precisamente la enseñanza de la teología moral: distinguir entre el silencio cómplice —que es pecado— y la prudencia evangélica, que busca sanar sin multiplicar el escándalo.

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  12. Padre, con todo respeto, pero su postura me recuerda a lo que tantas veces se hizo en la Iglesia: callar, minimizar, esperar que el tiempo borre las heridas. Eso es lo que permitió que los abusos se multiplicaran. Usted dice que no quiere convertir este espacio en un catálogo de escándalos, pero ¿no es eso lo mismo que hicieron quienes encubrieron durante décadas? ¿No cree que al borrar comentarios está repitiendo esa misma lógica de silencio que tanto daño nos hizo?

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    1. Sergio Villaflores1 de octubre de 2025, 6:05

      Ya respondí antes: no se trata de repetir el silencio cómplice del pasado, sino de ejercer la prudencia que evita confundir justicia con morbo. Remito a lo que expliqué en mi comentario anterior.

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    2. Anónimo: Lo que usted llama silencio cómplice, yo lo veo como prudencia evangélica... No es negar el mal, sino cuidarnos de que el mal no se multiplique en forma de escándalo...

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    3. Estimado Anónimo,
      entiendo perfectamente su preocupación. La historia reciente nos ha mostrado con dolor que el silencio cómplice —ese callar para proteger al culpable o para preservar una imagen externa— fue un pecado gravísimo que permitió que los abusos se multiplicaran. Esa lógica de encubrimiento no puede repetirse jamás.
      Ahora bien, conviene distinguir: no es lo mismo encubrir que ejercer prudencia. La teología moral nos enseña que: 1. La verdad y la justicia son ineludibles: los delitos deben ser denunciados en los foros competentes, porque la justicia exige reparación y protección de las víctimas. 2. La prudencia es virtud, no complicidad: evitar que este espacio se convierta en un catálogo de miserias no significa minimizar la gravedad de los hechos, sino impedir que la denuncia se degrade en murmuración o espectáculo. 3. La comunión eclesial es criterio: la Iglesia se purifica en la verdad y en la caridad, no en la lógica del ventilador mediático.
      Por eso, cuando suprimo nombres concretos en los comentarios, no es para negar la realidad ni para minimizarla, sino para custodiar la finalidad de este foro: la formación y el discernimiento. La gravedad de los abusos no se mide por la cantidad de veces que los repetimos en público, sino por la seriedad con que los enfrentamos en los ámbitos adecuados.
      La purificación de la Iglesia exige verdad, justicia y reparación, pero también caridad y prudencia. Esa es la línea que intento sostener aquí, para no repetir los errores del pasado, pero tampoco caer en nuevas formas de escándalo.

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    4. Gracias, Sergio, gracias, Rosa Luisa, por la claridad con que han expresado algo fundamental: no podemos confundir el silencio cómplice —que es pecado gravísimo— con la prudencia evangélica, que es virtud. La teología moral nos recuerda que la justicia exige denunciar en los foros competentes, pero también que la caridad exige no multiplicar el mal en forma de escándalo o morbo.
      Ese es el punto que intento custodiar en este espacio: no negar el mal, sino afrontarlo con verdad y justicia, evitando que la denuncia se convierta en espectáculo. Solo así la Iglesia puede purificarse de verdad, sin repetir los errores del pasado ni caer en nuevas formas de división.

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  13. Yo no acuso al moderador de encubrir, pero confieso que me cuesta entender. Si no se nombran los casos, ¿cómo se evita que todo quede en palabras generales? Al mismo tiempo, veo el riesgo de que al dar nombres se convierta en morbo. ¿Cómo encontrar el equilibrio entre transparencia y prudencia? Esa es mi duda.

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    1. Sergio Villaflores1 de octubre de 2025, 7:09

      Dino: su inquietud es muy válida. El equilibrio entre transparencia y prudencia no es fácil, y la Iglesia misma lo ha aprendido con dolor. La transparencia exige que los hechos graves no se oculten ni se minimicen; la prudencia pide que no se conviertan en espectáculo ni se difundan de manera que hieran aún más a las víctimas o a la comunidad.
      Por eso el moderador insiste en no dar nombres aquí: no porque niegue la realidad, sino porque este espacio no es un tribunal ni un noticiero, sino un lugar de formación y discernimiento. La transparencia se ejerce en los cauces adecuados —investigaciones, procesos canónicos, decisiones pastorales—, mientras que la prudencia nos recuerda que la verdad debe ir siempre unida a la caridad.
      Sergio Villaflores (Valencia, España)

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    2. Estimado Dino,
      te hago presente que la murmuración, llamada también detractio, es una especie del pecado de difamación. Por lo tanto, eso ya está respondiendo a tu pregunta.
      Por lo demás, la teología moral nos enseña que la virtud está siempre en el justo medio: ni el silencio cómplice que encubre, ni la exposición morbosa que hiere y multiplica el mal. El equilibrio se encuentra en distinguir los foros: En los tribunales y ante el obispo: allí deben darse los nombres, con pruebas y con toda la claridad necesaria, porque la justicia exige concreción.
      En un espacio formativo como este: lo que corresponde es exponer los principios, iluminar con la doctrina y advertir de los riesgos morales, sin convertirnos en un escaparate de miserias, como hacen los mass media del amarillismo periodístico, en lo que caen a veces algunos blogs o canales de vídeos católicos, lamentablemente.
      Lo que nos corresponde también es evitar que todo quede en palabras generales, porque los principios se aplican a casos reales, pero sin caer en la murmuración ni en el espectáculo. La transparencia se logra en los cauces adecuados; la prudencia nos preserva de que la denuncia se convierta en morbo. Ese es el equilibrio que debemos custodiar.

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    3. Estimado Sergio,
      le agradezco por expresar con tanta claridad lo que aquí intentamos custodiar: la transparencia no puede faltar, pero debe ejercerse en los cauces adecuados; la prudencia no es encubrimiento, sino virtud que une la verdad con la caridad. Este espacio no es tribunal ni noticiero, sino lugar de formación y discernimiento, y en esa clave se entienden las decisiones editoriales.

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  14. Permítanme aportar una reflexión desde la historia. En la Edad Media, cuando Regino de Prüm escribía sus cánones, ya se advertía que la corrección de los clérigos debía hacerse con prudencia, para no arrastrar a toda la comunidad en el descrédito. El Manual del Catequista Rural, siglos más tarde, repetía la misma idea en clave pastoral: la verdad debe proclamarse, pero cuidando que no se convierta en piedra de tropiezo para los sencillos.
    Por eso me parece importante subrayar que no estamos ante un dilema entre ‘encubrir’ o ‘exponer’, como si fueran las únicas opciones. La Iglesia siempre ha buscado un camino intermedio: reconocer el mal, corregirlo con firmeza, pero evitando que la denuncia se transforme en espectáculo. Cuando los medios multiplican el escándalo, el daño se expande más allá de los culpables y alcanza a los inocentes.
    He escuchado a Peretó Rivas en alguna disertación insistir en que la historia de la Iglesia es una sucesión de crisis. Y es cierto. Pero también es cierto que la Iglesia ha sabido atravesarlas cuando ha mantenido la caridad como criterio rector. No se trata de negar los hechos, sino de discernir cómo hablar de ellos sin que la palabra se convierta en un arma contra la comunión.
    Como madre y abuela, sé que no todo lo que ocurre en una familia se ventila en la plaza pública. Hay cosas que se corrigen en casa, con firmeza pero también con discreción. La Iglesia, que es familia de Dios, necesita esa misma sabiduría: verdad, sí; justicia, también; pero siempre unidas a la caridad y a la prudencia.

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    1. Estoy plenamente de acuerdo con usted pues no todo lo que ocurre en una familia se ventila en público. La diferencia que veo es que en este tipo de casos se trata de delitos que deben ser castigados por el bien del delincuente y de la sociedad sin pretender tener un juicio definitivo sobre el delincuente y sabiendo que solamente Dios conoce la conciencia de las personas. También, por el bien de la misma familia, estos delitos deben ser conocidos para evitar futuras víctimas.
      La historia -no la contada por Peretó- enseña que durante muchos años el argumento de que la publicidad de los hechos daña a la santidad de la Iglesia trajo consecuencias muy tristes. Fue el caldo de cultivo para depredadores. Seguramente la intención fue buena, pero las consecuencias fueron nefastas.
      Un error en el diagnóstico hizo pensar a que bastaba la confesión para solucionar esta cuestión. Estos delitos tienen una triple dimensión:
      a. Son pecado y eso se trata en el sacramento de la reconciliación.
      b. Son enfermedades psiquiátricas y eso se trata en el consultorio del médico.
      c. Son crímenes y eso se trata en los juzgados.
      Querer evitar alguno de estos tres aspectos trae consecuencias gravísimas porque no permite ver la situación completa.
      Ahora bien, repetir una y otra vez estos casos para regodearse es un pecado y no construye nada.
      Pero no olvidemos que a los sencillos los escandaliza más que su hijo haya sido abusado por el cura y que el Obispo miró para otro lado a saber que un delincuente fue castigado.
      Todavía hoy pagamos las consecuencias de esos silencios.
      Lo que rompe la comunión no es la denuncia sino la comisión de delitos y la poca voluntad de reprimirlos y juzgarlos.

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    2. Estimado Anónimo, coincido plenamente con usted en que no se trata de callar. Los delitos deben ser denunciados y tratados en los foros competentes: el sacramento para el pecado, el consultorio para la enfermedad, y los tribunales para el crimen. Negar cualquiera de esas dimensiones sería, como usted bien señala, un error gravísimo.
      Lo que yo quería subrayar es que la denuncia no puede convertirse en espectáculo. No es lo mismo acudir a los cauces legítimos que lanzarse a señalar públicamente, como si uno fuera el vigía de Occidente. Todos conocemos el caso de cierto sacerdote argentino que, escapado a ‘hacer la América’ en la costa Oeste, se dedica a denunciar al estilo cátaro a cuanto pobre sacerdote pecador encuentra, como si fuera su misión personal desenmascarar al mundo entero. Ese modo de proceder no edifica, sino que multiplica la sospecha y el escándalo.
      De eso trata, en el fondo, el artículo del padre Filemón: no de negar la gravedad de los hechos, sino de recordar que la purificación de la Iglesia no se logra por la lógica del escándalo, sino por la verdad dicha en caridad y en los cauces que el Señor ha confiado a sus Pastores.

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    3. Totalmente de acuerdo con lo que señala Domna Mencía: no se trata de callar, sino de denunciar en los foros competentes. Lo que resulta insoportable es ese clérigo arrogante que, creyéndose adalid de la contrarrevolución, se dedica a sembrar sospechas como si fuera juez universal.

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    4. Estimada Domna Mencía,
      le agradezco por traer esa perspectiva histórica y pastoral tan iluminadora. En efecto, la tradición de la Iglesia nunca planteó un dilema simplista entre encubrir o exponer, sino que buscó siempre el camino de la corrección firme unida a la prudencia y a la caridad. Esa es también la doctrina católica y la enseñanza de la teología moral: verdad y justicia, sí, pero sin que la palabra se convierta en piedra de tropiezo ni en arma contra la comunión.

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    5. Estimado Anónimo,
      le hago presente algunas precisiones, punto por punto, para no dejar lugar a equívocos en lo que usted ha escrito:
      Por cuanto respecta al tema de delito y castigo, tiene usted razón en que los delitos deben ser castigados por el bien del delincuente y de la sociedad. Pero ese castigo no se logra con la plaza pública ni con el ventilador mediático, sino con los tribunales y con los cauces canónicos. La Iglesia no niega la dimensión penal, pero tampoco la delega en el amarillismo.
      Por cuanto respecta al conocimiento de los hechos: es cierto que la comunidad debe ser protegida de futuros abusos. Pero aquí conviene distinguir: conocer para prevenir no es lo mismo que difundir para escandalizar. La prudencia exige que los pastores informen lo necesario, sin convertir la vida eclesial en un noticiero de miserias.
      Por cuanto respecta a historia y consecuencias: usted señala que durante años se usó el argumento de proteger la santidad de la Iglesia para callar. Es verdad: ese silencio cómplice fue pecado y trajo consecuencias nefastas. Pero no confundamos: el error no fue la prudencia, sino la omisión culpable. La prudencia auténtica nunca encubre; el encubrimiento nunca es prudencia.
      Por cuanto respecta a la triple dimensión: coincido plenamente en que estos hechos son pecado, enfermedad y crimen. La teología moral lo ha recordado siempre: Pecado, que se trata en el sacramento. Enfermedad, que requiere atención médica. Crimen, que exige la justicia civil. Negar cualquiera de estas dimensiones es mutilar la verdad. Pero añadir una cuarta —la del espectáculo mediático— es deformarla.
      Me complace, por otra parte, que usted rechace la repetición morbosa. Por lo tanto, usted mismo reconoce que regodearse en estos casos es pecado. Justamente por eso este espacio evita nombres y detalles: no para minimizar, sino para impedir que la denuncia se convierta en morbo.
      Por cuanto respecta al escándalo de los sencillos, también tiene usted razón en que lo que más hiere a los fieles es el abuso mismo y la omisión de los pastores. Pero no olvidemos que también hiere la murmuración y el amarillismo, que siembran sospecha indiscriminada y terminan debilitando la confianza en la Iglesia entera.
      Por cuanto respecta a la comunión y ruptura: es cierto que lo que rompe la comunión es el delito y la falta de justicia. Pero también la denuncia hecha sin caridad, fuera de los cauces legítimos, puede desgarrar la comunión. La doctrina católica y la teología moral enseñan que el fin no justifica los medios: no basta querer justicia, hay que buscarla en los caminos que preservan la verdad y la caridad.
      En síntesis: denunciar, sí; encubrir, nunca; pero no denunciar de cualquier modo, ni tampoco convertir la denuncia en espectáculo monetizado. La purificación de la Iglesia exige verdad, justicia y reparación, pero siempre unidas a la prudencia y a la caridad, que son las que custodian la comunión.

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    6. Estimada Domna Mencía,
      gracias por su lúcida precisión. En efecto, la teología moral nos recuerda que la denuncia es un deber, pero que su legitimidad depende también del modo y del cauce: verdad y justicia, sí, pero siempre unidas a la caridad y a la comunión. Convertir la denuncia en espectáculo no purifica, sino que multiplica el escándalo.

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    7. Estimado Alfonso,
      en efecto, la teología moral nos recuerda que la denuncia es un deber, pero que no corresponde a ningún clérigo —ni laico— erigirse en juez universal sembrando sospechas. La corrección fraterna y la denuncia legítima tienen cauces claros: los foros competentes, donde la verdad se une a la caridad y se evita que la justicia se degrade en arrogancia o espectáculo.

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  15. Me parece oportuno recordar lo que enseña el mismo Señor en el Evangelio: ‘Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígelo a solas; si no te escucha, llama a uno o dos testigos; y si tampoco escucha, dilo a la comunidad’ (cf. Mt 18,15‑17). Es decir, no se trata de quedarse de brazos cruzados, sino de seguir un camino ordenado, que busca la corrección y la justicia sin multiplicar el escándalo.
    Lo contrario es lo que vemos en ciertos ejemplos: alguien que toma un micrófono y prende el ventilador, señalando a diestra y siniestra como si fuera juez universal. En moral católica eso tiene un nombre muy preciso: el pecado de murmuración. Y la murmuración, aunque se disfrace de celo, nunca construye comunión.

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    1. Estimado Dino,
      le agradezco por traer al centro la enseñanza del Evangelio. En efecto, el Señor mismo nos da un camino ordenado para la corrección fraterna: primero en privado, luego con testigos, y finalmente ante la comunidad (pero respetando la organización y estructura de la comunidad. O sea, en la Iglesia diocesana: el Obispo). Ese orden no es accesorio, sino expresión de la caridad y de la justicia.
      Lo contrario —convertirse en juez universal con micrófono en mano— no es celo evangélico, sino murmuración, que la teología moral califica como pecado porque destruye la comunión. La purificación de la Iglesia no se logra con ventiladores encendidos, sino con la verdad dicha en caridad, siguiendo los cauces que el mismo Cristo nos ha enseñado.

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  16. Qué curioso espectáculo el de ciertos cruzados de la ‘contrarrevolución’: proclaman obediencia, pero solo a sí mismos; juran fidelidad a la Iglesia, pero en realidad habitan una Iglesia paralela, hecha a su medida, donde ningún obispo les resulta digno y ningún pastor lo bastante puro. Durante un tiempo fingen disciplina, hasta que la máscara se les cae y entonces se erigen en profetas solitarios, denunciando a todos menos a su propio ombligo.
    Es la vieja tentación de los cátaros reciclada en versión de micrófono y redes sociales: una pureza sin misericordia, una justicia sin comunión. Y lo más irónico es que, mientras se presentan como defensores de la Tradición, terminan dinamitando la misma obediencia que dicen custodiar.

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    1. No comparto en absoluto esa caricatura de los llamados "contrarrevolucionarios". Puede que tengan excesos, pero al menos no se resignan a callar frente a la corrupción.

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    2. Anónimo, usted dice que "puede que tengan excesos". No: no pueden, los tienen casi siempre que agarran un micrófono... Y no son simples "excesos", sino errores morales, es decir, pecados... La murmuración es pecado.
      Además, como forman una Iglesia aparte, se han privado a sí mismos de utilizar los canales habituales...: el obispo en su diócesis... Para colmo, tienen otros "canales" donde juntan seguidores, piden dinero, crecen en audiencia y en percepción... No hay solo murmuración: hay otras cosas también graves que se van sumando...

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    3. Estimado Anselmus,
      gracias por su observación incisiva. En efecto, la doctrina católica y la teología moral nos recuerdan que la virtud de la obediencia no puede convertirse en máscara de soberbia. La pureza sin misericordia y la justicia sin comunión no son virtudes, sino caricaturas que terminan desgarrando el Cuerpo de Cristo. La verdadera Tradición se custodia en la comunión con los pastores y en la caridad que edifica, no en la denuncia altisonante que se erige en tribunal paralelo.

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    4. Estimado Anónimo,
      conviene precisar: el celo por denunciar la corrupción no justifica cualquier medio. La teología moral enseña que el fin nunca justifica los medios.
      1. Exceso no es virtud: cuando los "excesos" se convierten en hábito, dejan de ser un simple defecto de estilo y pasan a ser pecados contra la caridad y la justicia. La murmuración, aunque se disfrace de celo, sigue siendo pecado.
      2. Denuncia legítima: callar para encubrir es gravísimo, pero denunciar fuera de los cauces legítimos —con micrófono y ventilador— no es valentía, sino desorden. La Iglesia tiene caminos claros: el obispo, los tribunales, la justicia civil.
      3. Comunión eclesial: no basta con no resignarse a callar; hay que hablar en la verdad y en la caridad, sin erigirse en juez universal. De lo contrario, se construye una Iglesia paralela, donde cada cual se convierte en profeta solitario o francotirador a mansalva.
      La corrupción se combate con verdad, justicia y prudencia, no con amarillismo. Lo contrario de callar no es gritar indiscriminadamente, sino hablar en los cauces que preservan la comunión y edifican a la Iglesia. El problema es que a veces se finge respetar la estructura eclesial, pero en realidad se vive en una burbuja auto-referencial, en una iglesia paralela.

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    5. Estimada Rosa Luisa,
      gracias por señalar con tanta claridad que no se trata de simples "excesos", sino de pecados concretos contra la caridad y la comunión. La murmuración es pecado, y cuando además se organiza en torno a canales paralelos que buscan audiencia, dinero o notoriedad, el daño se multiplica. La verdadera corrección se ejerce en los cauces legítimos de la Iglesia, no en foros alternativos que terminan desgarrando la comunión eclesial.

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  17. Confieso que me enervan esas denuncias amarillistas e interesadas que circulan en blogs y canales de YouTube monetizados: tanto las del mendocino chusmeta de siempre como las del emigrado a los dólares del Tío Sam. Se creen con derecho a sobrevolar Iglesias locales a las que no pertenecen, juzgando de todo y a todos. Eso no es contrarrevolución ni restauración católica: es amarillismo duro y crudo, de la más baja calaña. Por supuesto, en moral católica: pecado de detracción.
    Los que pertenecemos a una Iglesia local, a una diócesis concreta, somos los que tenemos el derecho —y el deber— de hacer la denuncia por los canales adecuados, por más obstaculizados o enturbiados que estén, hasta llegar al Obispo si es necesario y no queda otro remedio. Tomar un micrófono y encender una cámara para prender el ventilador es pura hipocresía. Ha estado muy bien lo de emular esto al catarismo medieval: la comparación no puede ser más exacta.

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    1. Estimado Petrus,
      gracias por su intervención. En efecto, la doctrina católica y la teología moral enseñan que la detracción —es decir, difundir los pecados ajenos sin necesidad— es pecado, aunque se disfrace de celo. La denuncia legítima corresponde a quienes pertenecen a una Iglesia local y se ejerce en los cauces adecuados: el obispo, los tribunales, la justicia civil.
      Lo contrario —convertir la denuncia en espectáculo mediático, monetizado o ideologizado— no edifica, sino que multiplica el escándalo y erosiona la comunión. La comparación con el catarismo es muy atinada: una pureza sin misericordia y una justicia sin comunión terminan siendo caricaturas de la Tradición. La verdadera purificación de la Iglesia se logra con verdad, justicia y caridad, no con ventiladores encendidos.

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  18. Me pregunto qué es lo que lleva a un sacerdote a hacer semejante cosa. Un sacerdote medianamente formado, no con muchas luces, pero aparentemente honesto en querer predicar la verdad católica; un poco imbuído (un poco bastante) de un tradicionalismo integrista... pero ¿qué resorte de su psicología lo ha llevado a semejante desliz, a ese declive por el cual ha abandonado sus ideales evangelizadores y misioneros (digamos en su lenguaje: "contra-revolucionarios") a caer en semejante mediocridad, mundana, amarillista y evidentemente intoxicada de intereses mezquinos, incluso materiales? Algo falla en esa cabeza, algo que quizás ha nacido en su educación familiar, en su entorno social, no sé... debe haber causas psicológicas, más allá de la evidente ideología en la que está inmerso...

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    1. Estimado Carlos,
      es comprensible preguntarse por las causas psicológicas o sociales que pueden llevar a un sacerdote a desviarse hacia el amarillismo. Sin embargo, la teología moral nos recuerda que, más allá de condicionamientos, lo decisivo es siempre la libertad y la responsabilidad personal.
      Siempre existe la raíz moral: no basta explicar el fenómeno en clave psicológica o sociológica. El pecado es, ante todo, un acto de la libertad que se aparta de la verdad y de la caridad.
      Por otro lado está la tentación del rigorismo: muchas veces, bajo apariencia de celo doctrinal, se esconde la soberbia espiritual. El integrismo o fundamentalismo puede degenerar en juicio temerario y en murmuración, que son pecados contra la comunión.
      Además hay que tener presente que puede existir una mundanidad disfrazada: cuando la denuncia se convierte en espectáculo, monetizado o ideologizado, ya no es servicio a la verdad, sino búsqueda de notoriedad. La moral católica lo llama vanagloria y ambición desordenada.
      Es necesario el discernimiento: ciertamente puede haber factores psicológicos, pero la Iglesia no se queda en diagnósticos clínicos: llama a la conversión, a la corrección fraterna y, si es necesario, a la sanción canónica y civil.
      En síntesis, cuando se producen casos como los que usted indica, hablando de modo genérico, lo que falla no es solo "la cabeza", sino el corazón que ha dejado de unirse a Cristo en humildad y obediencia. Por eso, más que especular sobre causas remotas, lo esencial es recordar que la fidelidad sacerdotal se custodia en la comunión, en la obediencia y en la caridad, no en la denuncia altisonante que se degrada en amarillismo.

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