Inicio aquí una serie dedicada a la herejía del buenismo, que iré desarrollando en próximas publicaciones. Hoy brindo la primera entrega, en la que trato de demostrar que, desde Orígenes hasta el catolicismo contemporáneo, el buenismo ha deformado la noción de bondad humana, ha banalizado la gravedad del pecado y ha oscurecido la mecánica del libre albedrío y la condenación eterna. [En la imagen: fragmento de "Parroquia Nuestra Señora de Loreto, Catedral de Mendoza", acuarela sobre papel, 2022, Joaquin del Puerto, colección privada].
"A los cielos y a la tierra llamo hoy por testigos contra vosotros:
he puesto delante de vosotros la vida y la muerte,
la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida,
para que vivas tú y tu descendencia" (Deuteronomio 30,19)
"La pena del infierno no la inflige el fuego exterior,
sino el fuego de la misma voluntad de los condenados"
(San Agustín, La Ciudad de Dios, l. XXI, c.16)
Planteo de la cuestión
----------Recuerdo que cuando hace algunos años atrás critiqué a los "buenistas" (y era la primera vez que en este blog usaba esa palabra) uno de esos bromistas que nunca faltan en el foro abierto a los lectores comentó de modo jocoso: "¿Y qué hay de los malistas?". Tras los últimos cinco años, en que volví repetidamente sobre el tema, ya no aparece esa clase de bromas de quienes apenas te leen el título de lo que publicas. Hoy el horno no está para boyos, y ya nadie bromea con el "buenismo", una herejía que causa un daño enorme en la actualidad, y sobre la cual comienzo la publicación de esta serie (hoy y mañana hago una presentación general del tema, y en artículos posteriores continuaré su desarrollo sistemático).
----------No encuentro mejor manera de entrar en tema que contar una anécdota que viví hace una década atrás, en Roma. Era el mes de agosto de 2016 y yo me dirigía a una pequeña librería en Vía Candia. No alcancé a llegar porque a pocos metros de sus escaparates un agitado corrillo de una docena de personas comentaba lo ocurrido. En el centro, el sufrido protagonista, un ciudadano romano, de alrededor de cuarenta años, con su pequeño hijo, que habían sido abordados por un grupo de siete inmigrantes que habían querido robarle. Con gran insistencia, le habían pedido dinero, que el hombre no quería darles. Bajo la amenaza de llamar a la policía, padre hijo se habían recluido en la pequeña librería; pero eso no había sido suficiente. Los inmigrantes le siguieron y entraron en la librería donde los dueños lograron echar a los malvivientes.
----------Visiblemente perturbado, el hombre no dejaba de contar lo que le había pasado. Recuerdo bien que, pese a sus nervios y agitación, sus reflexiones eran sensatísimas. Claramente se trataba de un fiel católico, y decía: "¿Es que ya no tenemos derecho a defendernos? ¿Tenemos o no derecho a rechazar la retórica de la misericordia (que no es verdadera misericordia) que nos viene de tantos sectores de la Iglesia Católica? Se debe acoger, acoger, acoger, acoger… ¡muy bien! Acójanlos a todos en el Vaticano; hagan de modo que los Obispos y los Cardenales tengan que defender a sus seres queridos de los asaltos de pueblos que, la historia lo ha demostrado, no quieren integrarse. La gente está cansada, frustrada, asustada. Es fácil hablar de acogida cuando se vive protegido por un cuerpo de seguridad entre los mejores del mundo y en un estado en el que, no lo olvidemos, sin un motivo no se entra. ¿Se puede continuar propagando la misericordia sin la justicia? Piensen en los turistas que diariamente están sin defensa contra estos asaltos. Yo no tengo malos sentimientos contra los inmigrantes, no sé cuál sea la solución a su problema. Ciertamente no es la de dejarlos libres por las calles de las ciudades sabiendo cómo intentan ganarse la vida. He vivido siete años en Asia y nunca nadie me ha molestado. Quisiera preguntar a quienes predican la retórica de la misericordia, recordando los momentos de miedo mientras trataba de defenderme a mí y a mi hijo: ¿tenemos derecho a defendernos?".
----------Ciertamente ese buen hombre no tuvo la mejor de las experiencias con los inmigrantes, y lo que él sufrió no puede llevarnos a decir que todos los inmigrantes sean de la altura moral de los delincuentes con los que se tuvo que enfrentar. Pero, a decir verdad, no puedo menos que estar de acuerdo con aquellas expresiones de aquel romano, pues desgraciadamente esa retórica misericordista, difundida también en la Iglesia, se ve hoy reforzada por el clima buenista en el que vivimos, el buenismo de aquellos que predican moderación sobre todo a los demás, pero que no saben llevar esas mismas cargas por sí mismos, y que nos obliga a nosotros (y no a los delincuentes) a vivir entre rejas, como es obligado también aquí en Mendoza.
----------Esta serie de artículos que iré publicando de aquí en más (aunque no en días sucesivos) espero que sea una lectura eficaz para abrir los ojos a este devastador y nauseabundo politically correct que nos está envenenando desde hace décadas y que se vuelve cada vez más molesto. Intentaré, con equilibrio, mostrar el problema y sus posibles remedios. Y espero que la lectura de este conjunto de reflexiones sea de provecho y de alimento espiritual y que abra los ojos a este mal que hace nuestras vidas mucho más peligrosas. En estas dos primeras publicaciones trataré sobre los orígenes, la naturaleza y las consecuencias del buenismo.
Orígenes del buenismo
----------La herejía del buenismo tiene una historia muy reciente, al menos en su forma extrema que prevé la bondad de toda la humanidad con la negación del pecado como privación de la gracia, la negación de los castigos divinos y la negación de la existencia de condenados en el infierno. Esta herejía surge y se difunde a partir de los años inmediatamente siguientes al Concilio Vaticano II por una interpretación pretextuosa y extremista del enfoque optimista y conciliador de la ética y de la pastoral del Concilio.
----------Se trata de una herejía que aparece ya con Orígenes, pero en una forma ciertamente mucho más atenuada, ya que, como es bien sabido, Orígenes admitía la existencia de almas condenadas y de demonios en el infierno, pero imaginaba que al final del mundo todos, hombres y demonios, habrían de ser perdonados y asumidos en la eterna bienaventuranza.
----------El buenismo asume con Martín Lutero la forma de la certeza de la salvación personal fundada sobre la fe en la misma salvación. Pero Lutero, si bien tiene certeza de la propia salvación, continúa creyendo en la existencia de los condenados en el infierno. Para Lutero, entonces, se puede hablar de "buenismo" por su pretensión de estar cierto de la propia predestinación a la salvación, independientemente de las obras -cosa que el Concilio de Trento prohibirá creer, cf. Denzinger 1540-, pero se trata de una misericordia o gracia divina, que no pide ninguna colaboración de parte del hombre, incapaz de cumplir el bien a causa del servo arbitrio. El protestantismo liberal del siglo XIX ampliará luego a toda la humanidad esta convicción; y he aquí nacido el buenismo en su forma moderna, extrema. Todos se salvan y nadie va al infierno.
----------El buenismo da un paso adelante en el siglo XVIII con Jean-Jacques Rousseau, el cual sostiene que el hombre, naturalmente bueno, no ha sido corrompido por el pecado original, sino que, aunque con la gracia de Dios, puede remediar el pecado, cuyo origen no está en la culpa de los primeros padres, sino en la convivencia social. Sin embargo, él, como cristiano, no osó negar la existencia de los condenados.
----------Mientras Lutero mantiene la fe en la existencia de los condenados, el protestantismo liberal del siglo XIX, Schleiermacher, Von Harnack y Ritschl, abren el camino a la idea de que en el infierno no hay nadie. Esta herejía penetra en la Iglesia católica con el modernismo condenado por san Pío X y se ha difundido después del Concilio Vaticano II a través de Karl Rahner y Hans Urs von Balthasar.
El buenismo deforma el concepto de la bondad del hombre
----------La bondad moral es un supremo valor del hombre. Dios es infinitamente bueno. Como dice san Juan, “Dios es Amor”. La creación en sí misma es buena. En cuanto a la cuestión del hombre, el discurso es complejo y delicado. Es aquí donde el buenismo juega su carta, con su simplismo y su ilusorio optimismo. La bondad moral del hombre no es, como cree el buenismo, un dato originario, sino una conquista final del libre actuar del hombre y aún más, es un don de la gracia de la misericordia divina.
----------El hombre, según el dato de la fe, nace todo menos bueno, sino, como notan los Santos Padres de la Iglesia, nace esclavo del demonio y durante toda la vida tiene una tendencia a pecar, que no le quita el libre albedrío, sino que esa tendencia, sin embargo, es tal que el pecado, al menos venial, es frecuente e inevitable, cuando el hombre no cae en el pecado mortal, que le quita la gracia y, aunque siempre le sea de nuevo ofrecida por Dios la gracia sanante, siempre tiene la posibilidad de rechazarla con el pecado, aunque luego siempre con el arrepentimiento pueda recuperarla. Por consiguiente, el hombre, según la fe, nace sin la gracia, y la adquiere ordinariamente con el sacramento del Bautismo, aunque Dios, que no está ligado a los sacramentos, pueda donar la gracia salvífica también de otro modo (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1257).
----------La bondad humana, en su plenitud y máximo valor, no es la simple bondad de la naturaleza humana en sí misma, en su integridad, no es una simple bondad ontológica, bondad del ser, como podría ser la bondad del oro o del vino; sino que es la bondad moral, es bondad del libre actuar, bondad de la voluntad unida con el bien, un supremo valor, que no es propio del hombre y de cada hombre por el simple hecho de ser hombre.
----------Ciertamente, cada hombre posee su voluntad; pero dicho eso, no está en absoluto dicho, como testimonia nuestra experiencia y lo dice también la Sagrada Escritura, que cada uno la use bien, para su salvación, aunque Dios ofrezca a todos los medios para salvarse.
----------Por la diversidad de las elecciones de cada uno, esta bondad puede estar en tal persona, pero no en tal otra. Depende del uso que hagan de su libre albedrío. Esto es lo que el buenista no comprende. El ser bueno o estar en gracia no es una necesidad de la naturaleza, sino una posibilidad del libre albedrío y de la gracia, posibilidad que en algunos se realiza y en otros no se realiza.
----------Por lo cual, si bien está claro que nadie puede elegir ser o no ser hombre o decidir cuáles son los constitutivos de su naturaleza humana, no todos eligen ser buenos. Así, no todos reciben y acogen la gracia, aunque Dios la ofrezca a todos. A nadie se le da la facultad de elegir si ser o no ser hombre. Pero a cada uno se le da la facultad o posibilidad de ser o no ser bueno o estar en gracia. Y quien no es bueno, quien está en el infierno, sigue siendo hombre igual: hombre malo y condenado.
----------El buenista transforma lo posible y contingente –el poder estar en gracia– en actual y necesario –estar efectivamente en gracia–. Dado que la gracia es necesaria para la salvación, el buenista cree que esta existe necesariamente en todos. El buenista olvida que, si es cierto que cada uno no puede no ser hombre y no puede no ser libre, no por esto deja de ser contingente que él cumpla o no cumpla una buena acción.
La dinámica de la condenación
----------Quien se condena sustituye su propia voluntad por la de Dios, en lugar de conformarla a la de Dios. Él sabe que Dios es su verdadero bien; no obstante, juzga que es mejor el ejercicio de su propia voluntad que el querer el verdadero bien. No le interesa la verdad, sino el poder, es decir, el ejercicio de su propia voluntad, que él considera libertad. No quiere ser sometido, sino estar por encima. Esto es soberbia. El hombre piadoso, que en la humildad se ha sometido a Dios, encuentra en el paraíso del cielo la libertad; el impío, que en la descarada desobediencia a Dios creía ser libre, encuentra en el infierno la esclavitud.
----------El impío sabe que le espera una pena o castigo eterno; pero prefiere este castigo en la afirmación de sí mismo a la perspectiva de someterse a Dios en el paraíso del cielo. No quiere ver a Dios porque Lo odia. Quien se condena no desea ciertamente la pena infernal por sí misma; quiere, en cambio, afirmarse a sí mismo, y acepta, de mala gana, esta pena, para satisfacer su propia voluntad. En ese sentido, quien va al infierno obtiene lo que ha querido. Dios, por su parte, continúa manteniendo en el ser al condenado, y por lo tanto lo ama, quiere su bien, que sin embargo en tal caso es el castigo.
----------La pena infernal consiste en el contraste íntimo en el condenado entre la aspiración natural al bien absoluto y su voluntad que absolutiza la criatura. La pena es eterna porque el hombre está hecho para lo eterno, y si este eterno no es Dios, necesariamente será una eterna falta de Dios.
----------En punto de muerte el hombre decide irrevocablemente su propio destino eterno: o el amor de Dios para siempre o el odio de Dios para siempre. Mientras se encuentra en esta vida, el hombre puede siempre cambiar su elección, porque Dios no aparece tan claramente, que el hombre no pueda apartar de Él la mirada, ni Él se une tan estrechamente al hombre, que el hombre no pueda separarse de Él, sino que el hombre siempre puede volverse a mirar a otro lado y siempre puede dejarLo.
----------En el momento de la muerte, en cambio, la voluntad permanece fija para siempre en esa elección que había hecho en ese momento: o por Dios o contra Dios. Permanece fija y no puede cambiar, porque Dios le aparece con tal claridad y certeza, que la elección que había hecho en ese momento —o por Dios o contra Dios— no puede ser revocada para siempre. La voluntad, teniendo ahora la posibilidad ya de no cambiar más, no quiere cambiar lo que ella ya quiere, sea Dios en el paraíso, sea ella misma en el infierno.
----------Pero al mismo tiempo la voluntad está imposibilitada de cambiar, porque la oscilación del querer —sí o no a Dios— ya no es posible, en cuanto la voluntad, abandonados el tiempo y el espacio ligados al cuerpo que se corrompe en la muerte, se encuentra con innegable certeza ante el término del camino terrenal, o sea ante lo absoluto y lo eterno, al cual ella estaba dirigida por su esencia.
----------Si este absoluto lo había tomado como Dios, permanece en Dios; si en cambio era la criatura la absolutizada, permanece unida a la criatura. Lo que llega después de la muerte es solo la permanencia en la elección hecha. De esa elección ya no se puede separar, ni lo quiere, porque el mismo objeto absoluto -Dios o ella misma- la ha detenido y la mantiene firme y adherida a sí. Ella se detiene para siempre porque quiere detenerse para siempre y el objeto la mantiene firme para siempre.
----------El alma también abandona el orden del espacio y se traslada a otro plano de la creación –el paraíso o el infierno– que podríamos llamar plano “trascendental”, donde ya no existen el espacio y el tiempo como los experimentamos aquí, sino que existe una duración de sucesión –llamada “eternidad”– y una apertura física para acoger una multiplicidad de personas y de entes, empezando, en el paraíso, por Jesucristo y la Santísima Virgen María, realidad misteriosa que en esta vida mortal podemos concebir por analogía con este mundo, pero que por ahora no alcanzamos a percibir en sí mismos, por lo cual vienen representados por las religiones respectivamente con imágenes metafóricas: ya sea el cielo amplio y luminoso, o bien aquello que está en lo alto, por encima del hombre y que, por lo tanto, lo dignifica, o bien una prisión oscura y subterránea (infiernos, infierno), como símbolo de degradación y de esclavitud.
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