No hagamos caso a quienes nos dicen que somos gente malvada porque hablamos del infierno: por el contrario, hablamos del infierno porque deseamos el bien más grande para el hombre, su eterna salvación. Es precisamente mi intención al haber escrito esta serie de artículos. [En la imagen: fragmento de "Infierno", óleo sobre lienzo de 1629, obra del padre Hernando de la Cruz, pintura conservada y exhibida en la Iglesia de la Compañía de Jesús de la ciudad de Quito, Ecuador].
----------Llegamos al final de nuestro camino. En veinte publicaciones, hemos vuelto a hablar acerca de la verdad del infierno, tratando de hacerlo sin giros de palabras. Hemos leído esta verdad en la divina Revelación, en el surco de la fe que desde Jesús ha llegado hasta nosotros a través de la Iglesia y la hemos vuelto a proponer con acentos lingüístico-teológicos nuevos, más comprensibles para nosotros, católicos de este tiempo, pero sin renunciar a ella. He ofrecido al lector una tentativa de repropuesta del infierno conjugando la justicia y la misericordia, sin embargo sin transformar su contundencia en una mera lejana posibilidad, que quizás nunca llegaría a realizarse. Muchos en cambio, biblistas y teólogos, han preferido recorrer el camino de la cultura post-moderna, la cual no es capaz de lo verdadero, de lo definitivo, temerosa frente a la libertad, y han renunciado a esta verdad, la cual es sin embargo un dogma, vinculante para nuestra fe.
----------La virtud teologal de la esperanza incorrectamente entendida, muy rápida y frecuentemente, ha diluido la verdad de fe del infierno, al punto de dejarla de lado, para dar lugar a una misericordia manca: sin la justicia la misericordia está vacía, y sin la misericordia la justicia se convertiría en inhumana. Deslumbrados por el ideal de la sola misericordia, la predicación, la catequesis, la misma frecuencia a los sacramentos se ha empantanado. La Iglesia, suavizada esta verdad, ha perdido esa su fuerza de incisividad sobre el plano espiritual, y en consecuencia sobre el plano temporal, y ha debido, por fuerza de las cosas, frecuentemente, amoldarse a las normativas y férreas etiquetas de lo "políticamente correcto".
----------Sin embargo, el infierno existe. No es ciertamente la única verdad de fe, pero es una verdad que si se la arrincona, marca la progresiva obnubilación de todas las otras. Como pasa, por lo demás, con todas las verdades patrimonio del depósito de la fe.
----------El infierno es la eterna perdición para quien muere en el estado de pecado mortal, sin haberse arrepentido de ello, aceptando el amor misericordioso de Dios (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1033). La enseñanza del Señor sobre la eterna perdición, en el fuego de la Gehenna, es inequívoca. También las palabras de Jesús, referidas a la "perdición" (la apóleia) que es propiamente la ruina, la destrucción de sí mismo. De aquí la invitación a temer a aquellos que tienen el poder de hacer perder en la Gehenna el alma y el cuerpo (cf. Mt 10,28). La apóleia, en efecto, será el fin para los enemigos de la cruz de Cristo, que tienen como dios a su vientre y se jactan de cosas vergonzosas (cf. Flp 3,18-19; cf. también 2 Pe 3,7).
----------El infierno, por lo tanto, existe y debemos agregar también que no está "vacío". Aquellas palabras de nuestro Señor Jesucristo en el juicio final: "E irán éstos al suplicio eterno..." (Mt 25,46), implica que algunos hombres irán. No sabemos cuántos, no sabemos quienes -no está dado a nosotros el saberlo-, pero sabemos que algunos irán. He aquí las palabras del Señor pronunciadas sobre el cáliz de su sangre, ofrecido por "muchos" (pollon, cf. Mc 14,24) y no por "todos". La salvación ofrecida a todos es eficaz sólo para algunos que no reniegan de su sangre, sino que se dejan lavar por ella.
----------Es más lógico confiarse en la veracidad de las Sagradas Escrituras. En efecto, la verdad del infierno atraviesa los textos sagrados de modo transversal, y en el Nuevo Testamento tiene su momento expresivo y dogmático de significación de un estado-lugar (metafísico) del estar alejados para siempre de Dios, por lo tanto de una condición que sobreviene al rechazo de Dios a causa del pecado y provoca el fuego eterno, el fuego de la eterna soledad en el propio mal. Sólo si son leídas en su unidad, las Escrituras nos hablan realmente y podemos confiar en la enseñanza ininterrumpida de la Iglesia.
----------Es metodológicamente incorrecto, por tanto, redimensionar el alcance dogmático del infierno, hasta hacerlo desaparecer, viéndolo casi como una suerte de materialización cristiana del Sheól veterotestamentario, pasado a través de la amplificación helenista del Hades a los Libros Sapienciales (Sabiduría en particular), y devenido finalmente reflujo cristiano de una verdad pagana, principalmente por la realidad brutal del fuego y de las cadenas. Mientras que el Sheól abre a una progresiva entrada en escena del infierno, sin embargo no lo engloba en sí, hasta hacerlo resultar un duplicado cristiano de la punición de los impíos en el Antiguo Testamento, tan rico de sugerencias. El infierno existe desde la venida del Señor.
----------Aquí el verdadero punto que previene toda licuefacción de las palabras de Jesús e impide una esperanza ilusoria, no es tanto el Hades como el misterio de la perdición, que reclama el mysterium iniquitatis (2 Ts 2,7) y colimita con la realidad de la Gehenna (cf. Lc 12,5). También aquí: ¿sólo una invención de la comunidad mateana? ¿Reflujo de semitismos forzosamente cristianizados? ¿Porqué entonces no dudar de la entera Escritura y de a misma fiabilidad de Cristo? Cosa que lamentablemente ya se ha verificado, pero que emblemáticamente atestigua cuánto más verdadero sea confiarse en la bondad de las Escrituras, por la veracidad del Evangelio. Cristo no nos engaña, de otro modo no habría creado al hombre, ni se habría encarnado para redimirnos. Cristo no se ha engañado al crear al hombre.
----------El libre albedrío, puesto en las manos del hombre, con gran respeto de su dignidad por parte de Dios, es la posibilidad de decir también no al bien, a Dios, y esto para siempre. Sólo si la libertad es capaz de un para siempre es verdadera. Ya lo hemos dicho: permitiendo por tanto que alguno vaya al infierno, Dios no hace más que concederle exactamente lo que ha querido: el rechazo de la divina misericordia.
----------Nadie puede obligar a nadie a creer en el infierno, mucho menos a los que se dicen ateos. Pero nosotros, los que creemos, digamos al menos a los demás, también a esos que se autodefinen ateos (sin refugiarnos en una "religión anónima", como la de los "cristianos anónimos" de Rahner) que todos somos responsables de nuestras propias decisiones, que no son apariencia. La libertad no es apariencia.
----------Por lo tanto, se hace necesario que volvamos a hablar del infierno, aún cuando a no pocos les parezca que el infierno es una cosa humanamente inconcebible; volvamos a hablar para impedir el ingreso a tantos que -como da a entender a tientas nuestra historia, nuestra cultura débil- que en él se precipitan, aventurándose sobre el falso bien, sobre el bien caduco, amándose a sí mismos, hasta llegar a divinizarse.
----------No hagamos caso a quienes nos dicen que somos gente malvada porque hablamos del infierno: por el contrario, hablamos del infierno porque deseamos el bien más grande para el hombre, su eterna salvación. Es precisamente mi intención al haber escrito esta serie de artículos.
Conclusión
----------La Iglesia de hoy emerge después de largos siglos de régimen eclesiástico de fuerte vínculo del Papado y de la Jerarquía en general, con los poderes políticos de cada nación, sobre todo en las naciones europeas, ligamen que se justificaba por el hecho bien conocido de que la civilización estaba animada en todos sus aspectos por la concepción cristiana de la vida.
----------Esta situación permitía a la autoridad eclesiástica, desde la autoridad Pontificia hasta la de los individuales Obispos, poder disfrutar con éxito de un cierto poder coercitivo (el llamado "brazo secular"), que la Jerarquía aprovechaba para hacer respetar aquellas leyes de la moral cristiana, las cuales, aplicadas y traducidas en las mismas legislaciones civiles, estaban en la base de lo que se había convenido en llamar "cristiandad". Se vivía, como solía decirse, un "régimen de cristiandad".
----------La Iglesia, después de un trabajo misionero y pastoral que duró siglos, apoyada por los poderes del Estado (la así llamada "edad constantiniana"), había logrado inculcar en las poblaciones y en los mismos órganos dirigenciales del Estado (que eran cristianos al igual que sus súbditos) un cierto temor tanto por las penas eclesiásticas como por las penas del infierno.
----------Cuando la Iglesia, en caso necesario, y por medio de sus pastores y de sus predicadores (pensemos en un san Vicente Ferrer o en Girolamo Savonarola, para citar algunos entre mil), amenazaba tanto las penas canónicas como las penas del infierno a los prevaricadores, ya se tratara de soberanos o de pueblos, era creída y respetada. La gente, por lo general, excepto algunos arrogantes irreductibles -los primeros herejes o cismáticos- temía estas penas, por lo que el miedo a ellas servía a menudo para hacer volver a los delincuentes o a los herejes al recto camino. Y en caso de desobediencia grave, las penas canónicas que, como se sabe, llegaban hasta la pena de muerte, también se ponían en práctica.
----------La bienvenida crisis de este sistema comenzó, como es sabido, con la Reforma protestante, la cual le negó al Papa este poder coercitivo, socavando las mismas bases del derecho pontificio y confiando la enseñanza del Evangelio y la administración de los sacramentos (es decir, de lo que quedaba de ellos) a los llamados "pastores" de comunidades cristianas locales individuales, sin ninguna coordinación jurídica entre ellas que fuera una coordinación fundada en la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, sino solo en la total y única conveniencia humana de poder organizarse de algún modo. Y en su mayor parte la autoridad que una vez había sido del Papa comenzó a ser confiada a los príncipes y soberanos "cristianos".
----------Los cristianos protestantes, durante algunos siglos, mantuvieron su creencia en la existencia del infierno e incluso llegaron a exagerar esta fe, admitiendo la predestinación divina a la culpa infernal. Sin embargo, el principio luterano del simul iustus et peccator, como hemos visto, llevado a las últimas consecuencias -como ya había señalado el Concilio de Trento-, estaba hecho para quitar cualquier temor del infierno, debido a una presuntuosa certeza de salvarse sin méritos.
----------Se añade el principio herético por el cual el cristiano individual estaba autorizado, yendo también contra la doctrina de la Iglesia, a interpretar la Biblia no según su contenido objetivo, sino en conformidad con sus propias exigencias subjetivas, a las cuales se les hace pasar por iluminación del Espíritu Santo ("libre examen").
----------La difusión del luteranismo y de herejías a él afines en todo el Norte de Europa tuvo como consecuencia el fracaso de aquel mencionado sistema medieval. De ahí la gradual disminución tanto del poder coercitivo de la Iglesia como de la creencia, tanto en los pueblos como en los soberanos, en la existencia del infierno y la disminución y hasta la desaparición del temor a tal existencia vinculado con las penas infernales.
----------Tras estos acontecimientos se llegó al Concilio Vaticano II, con su conocida insistencia en la misericordia divina. El recuerdo de la justicia divina en la doctrina de la Iglesia ciertamente no ha sido abandonado, ni podría serlo, pero casi ha desaparecido en amplios ambientes, ya se trate de ambientes cultos o de ambientes populares de la comunidad católica. Con lo cual se ha pasado de un exceso a otro: vale decir, que para remediar los abusos y las injusticias de la edad constantiniana y de la cristiandad medieval se ha caído hoy en un clima de anarquía, confusión y de buenismo misericordista, que en la práctica son cosas que reproducen, bajo otros perfiles y con otros pretextos, la injusticia, la prepotencia y la violencia.
----------De algún modo los últimos Pontífices, con claroscuros pastorales, a veces más y a veces menos, se han esforzado por reconducir al equilibrio, recordándonos que Dios es justo y misericordioso. Estos atributos, por más que puedan parecer incompatibles, en realidad se reclaman recíprocamente. Es falsa esa misericordia que niega la justicia. Creo que un retomar actualizado del discurso sobre el infierno pueda servir para hacer comprender la reciprocidad de esos atributos y es lo que he tratado de hacer con esta serie de artículos.
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