Tras la reciente peregrinación de la FSSPX a Roma, su maquinaria mediática ha desplegado un relato triunfalista, equívoco y confusionario, cual cortina de humo para ocultar su verdadera condición jurídica. La posterior “carta abierta” dirigida por la Fraternidad al cardenal Lars Anders Arborelius intenta desautorizar su aclaración a los fieles de Estocolmo. En esta nota analizamos esos argumentos y desmontamos, con base canónica, los errores que siguen propagando los lefebvrianos. [En la imagen: fragmento de "Sankt Nikolai kyrka", acuarela sobre papel, 2020, obra de Gösta Carlsson, representando la catedral de Estocolmo, conocida en Suecia como Storkyrkan o Sankt Nikolai kyrka, colección privada].
“Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos,
porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta”
Carta a los Hebreos 13,17
----------En nuestra entrega anterior abordamos, primero, el clima generado por la reciente peregrinación de la FSSPX a Roma, con su aparato propagandístico presentándola como un acto de plena normalidad eclesial y denunciando su exclusión de la agenda jubilar. Luego examinamos la confusión deliberada que esa narrativa produce sobre su verdadera condición canónica, así como la capacidad del silencio o la prudencia pontificia para ser instrumentalizados en favor de su relato. Finalmente, situamos la intervención del cardenal Anders Arborelius, obispo de Estocolmo, tras la intempestiva visita de mons. Fellay y su actuación sin mandato, subrayando el valor de sus recordatorios canónicos y disciplinares.
La “carta abierta” de la FSSPX
----------El texto íntegro, publicado el 22 de agosto de 2025 en el portal Rorate Caeli en inglés, está firmado por el superior del Distrito de Escandinavia de la Fraternidad. Se presenta como una misiva directa al cardenal Lars Anders Arborelius en respuesta a su “Aclaración” del 15 de agosto. En ella, tras declararse movidos por un afán de “mayor comprensión” de su misión en Suecia, los autores agradecen que se reconozca la validez de sus sacramentos —aunque se subrayen como ilícitos— y citan como respaldo las concesiones puntuales otorgadas por el papa Francisco en materia de confesiones y matrimonios.
----------Niegan con vehemencia vivir fuera de la comunión eclesial, alegan cumplir las “tres condiciones” para pertenecer a la Iglesia, y justifican su “resistencia” a orientaciones que consideran contrarias a la Tradición, apoyándose en palabras de Benedicto XVI y Francisco, así como en testimonios de obispos afines.
----------Critican con dureza que la diócesis de Estocolmo se niegue a registrar sus confirmaciones y matrimonios, invocan un “grave estado de necesidad” que —según ellos— justifica la jurisdicción suplida y apelan a la salus animarum como ley suprema. El texto culmina con el rechazo frontal a doctrinas dogmáticas del Concilio Vaticano II, en especial el ecumenismo y la libertad religiosa, y con la afirmación de que no actúan con espíritu de división, sino por la gloria de Dios y la salvación de las almas.
----------A continuación examinaremos, uno por uno, varios pasajes significativos de esta carta, y ofreceremos la correspondiente réplica documentada.
Réplica documentada punto por punto
----------A continuación paso a examinar varios pasajes significativos de la "carta abierta" de la FSSPX, según la traducción literal al español que he realizado, ofreciendo, como habitualmente lo hago, la correspondiente respuesta, que en este caso es sobre todo respuesta canónica y pastoral. Las réplicas se apoyan en el Código de Derecho Canónico, documentos de la Santa Sede y la praxis eclesial.
----------1. “Agradecemos que haya reconocido que los sacramentos administrados por nuestros sacerdotes son válidos, aunque usted los haya calificado de ilícitos.”
----------Respondo: La validez sacramental —cuando se cumplen materia, forma e intención— no agota la exigencia eclesial. La Iglesia distingue entre validez (existencia del sacramento) y licitud (celebración conforme al derecho). El can. 900 §1 y el can. 1024 señalan las condiciones para que haya sacramento, pero cánones como el 528 §2 o el 838 §4 recuerdan que su celebración pública está sujeta a la autoridad del ordinario del lugar. Un sacramento ilícito puede ser verdadero, pero es celebrado contra el orden de la Iglesia, y ello no es indiferente para la comunión visible ni para los derechos-deberes de los fieles. Por eso el Obispo no solo puede, sino que debe, advertir que “la validez no basta”.
----------2. “El papa Francisco… concedió a todos los sacerdotes de la Fraternidad la facultad de absolver válidamente y lícitamente… y en 2017 la Santa Sede autorizó a los ordinarios a delegar a nuestros sacerdotes para asistir matrimonios. Estos gestos… muestran que la Santa Sede no considera inadmisible nuestra labor pastoral.”
----------Respondo: Las concesiones del papa Francisco fueron puntuales y delimitadas: la facultad para confesar en el foro interno (can. 966–969) y la posibilidad de recibir delegación para matrimonios (can. 1108 y 1111) si el ordinario o el párroco la otorga. No equivalen a un reconocimiento canónico general ni autorizan ministerio estable fuera de esos casos concretos. La carta de la Comisión Ecclesia Dei (27.03.2017) subrayó que el objetivo era “tranquilizar la conciencia de los fieles” y garantizar la validez de ciertos sacramentos, no regularizar la situación jurídica de la Fraternidad. Por tanto, invocar estas medidas como prueba de aceptación “plena” es un salto no contenido en los documentos pontificios.
----------3. “No vivimos ni actuamos en comunión con la Santa Sede… es falso y calumnioso. Cumplimos las tres condiciones para pertenecer a la Iglesia… reconocemos la autoridad del Romano Pontífice, aunque resistimos orientaciones que… se apartan de la Tradición.”
----------Respondo: El can. 205 define la plena comunión eclesial como participación en la fe, los sacramentos y el gobierno de la Iglesia. El vínculo de gobierno (communio hierarchica) implica acatar las disposiciones legítimas de los pastores. Reconocer de palabra la autoridad del Papa pero ejercer ministerio paralelo sin mandato legítimo rompe este vínculo. La “resistencia” que ignora al ordinario local y administra sacramentos sin sus facultades contradice el can. 209 §1, que exige a todos los fieles “mantener siempre la comunión con la Iglesia” en lo que toca a la autoridad de sus pastores. No es calumnia señalar una ruptura objetiva de comunión, aunque se afirme no tener tal intención.
----------4. “Citamos… Benedicto XVI (2009)… [y] Francisco (2015)… así como el testimonio… de Huonder, quien ha declarado… que el papa Francisco le dijo… que la FSSPX ‘no está en cisma’.”
----------Respondo: El papa Benedicto XVI afirmó explícitamente, en la carta del 10 de marzo del 2009, que la FSSPX “no tiene estatus canónico en la Iglesia y sus ministros no ejercen legítimamente ministerios en ella”. El papa Francisco, en 2015 y 2016, concedió facultades limitadas para el foro interno y matrimonios, sin levantar la irregularidad canónica. Declaraciones privadas atribuidas al Papa, aun viniendo de un obispo, no constituyen actos jurídicos; el estatus eclesial se determina por pronunciamientos oficiales de la autoridad competente, no por testimonios personales (cf. can. 16).
----------5. “Consideramos injusto que se niegue el registro de los sacramentos… El Código… prescribe que las confirmaciones y los matrimonios deben anotarse… Negarse a registrar estos sacramentos válidamente conferidos es… una grave omisión pastoral.”
----------Respondo: El deber de registro (can. 535; 895; 1121) presupone validez y, en el caso de matrimonios, forma canónica. Un matrimonio sin delegación del ordinario/párroco es inválido (can. 1108 y 1111) y no puede inscribirse como tal; a lo sumo, se registra como “intento” si así lo dispone el ordinario. Las confirmaciones ilícitas, sin permiso del ordinario (can. 886 §2), requieren comprobación antes de anotarse, y el Obispo puede advertir pastoralmente contra su recepción. No registrar un acto inválido o ilícito no es “omisión pastoral”: es salvaguarda de la disciplina y de la verdad del signo sacramental.
----------6. “Actuamos movidos por un grave estado de necesidad… que justifica la jurisdicción suplida y la salus animarum como ley suprema.”
----------Respondo: La jurisdicción suplida (can. 144) se aplica a casos concretos de error común o duda positiva de derecho o de hecho; no legitima una sustitución estable de la jurisdicción legítima. La salus animarum (can. 1752) orienta la interpretación y aplicación del derecho, pero no autoriza a cada grupo a erigirse en juez de su propia necesidad frente a la autoridad legítima. La Santa Sede no ha reconocido la existencia de un “estado de necesidad” que justifique un ministerio paralelo indefinido.
----------7. “Rechazamos el ecumenismo y la libertad religiosa promovidos por el Concilio Vaticano II, que consideramos errores modernos…”
----------Respondo: Este rechazo abierto a enseñanzas dogmáticas del magisterio reciente (cf. Dignitatis humanae, Unitatis redintegratio) muestra que la raíz de la irregularidad no es un mero malentendido administrativo, sino un desacuerdo doctrinal grave (error grave en la fe). La comunión plena exige asentimiento religioso a este magisterio (cf. can. 752–753). Mientras persista esta negativa pública, ninguna concesión parcial subsana la irregularidad ni otorga misión canónica para un ministerio general.
----------8. “Aseguramos que no actuamos con espíritu de división…”
----------Respondo: La unidad eclesial se mide por la comunión visible, no sólo por declaradas intenciones subjetivas. Celebrar sacramentos públicos sin facultades del ordinario, erigir estructuras paralelas y desautorizar la enseñanza de la autoridad legítima constituye un acto objetivo de división. Como recuerda san Ignacio de Antioquía (Esm. 8,2), “donde está el obispo, allí está la Iglesia”.
Objeciones previsibles y aclaraciones
----------En el intercambio público sobre casos similares a éste, es habitual que ciertas ideas sean repetidas también por nuestros hermanos lefebvrianos o filo-lefebvrianos a modo de mantras para relativizar las advertencias episcopales o deslegitimar el señalamiento de irregularidades. Aquí me parece útil recogerlas con sus aclaraciones.
----------Objeción 1: “Si los sacramentos son válidos, no hay problema en recibirlos allí.”
----------Respondo: La validez no elimina la ilicitud ni las consecuencias de un ministerio ejercido fuera de la communio hierarchica. El can. 1247–1248 §1 reconoce que el precepto dominical puede cumplirse en Misa de rito católico, pero no alienta apartarse de la celebración legítima presidida por ministros con misión canónica en la diócesis.
----------Objeción 2: “El Papa les dio facultades, así que están regularizados.”
----------Respondo: Las facultades de confesión y la posibilidad de recibir delegación para matrimonios son concesiones parciales, condicionadas y referidas a actos concretos. No equivalen a erigir una jurisdicción propia ni a reconocimiento canónico general.
----------Objeción 3: “Reconocen al Papa, por tanto están en comunión.”
----------Respondo: La comunión no es solo nominal: implica acatamiento efectivo a las disposiciones legítimas del Papa y de los Obispos (can. 205; 209 §1). Sustraerse de la autoridad local y actuar como estructura paralela rompe este vínculo.
----------Objeción 4: “La negativa a registrar sus sacramentos vulnera derechos de los fieles.”
----------Respondo: El registro exige validez y forma canónica. Un matrimonio sin delegación es inválido; una confirmación ilícita requiere pruebas y autorización del ordinario para anotarse. No inscribir un acto inválido es proteger el derecho de los fieles a la verdad sacramental.
----------Objeción 5: “El estado de necesidad justifica todo.”
----------Respondo: El “estado de necesidad” y la jurisdicción suplida (can. 144) no son categorías auto-declarables para instaurar un ministerio paralelo permanente. La Iglesia aplica estas figuras a situaciones puntuales y objetivas, no a crisis doctrinales interpretadas unilateralmente.
----------Objeción 6: “La división no existe si hay buena intención.”
----------Respondo: La unidad visible se mide por los vínculos objetivos de fe, sacramentos y gobierno. Una estructura estable que actúa sin misión legítima, aunque sus miembros se sientan o -como hoy se dice- se auto-perciban “no divisivos”, está de hecho separada de la communio hierarchica.
----------Este puñado de objeciones previsibles, con el que me adelanto a las réplicas de algún eventual lector de mi artículo- muestra que, más allá de la retórica y de los gestos parciales, el núcleo del caso sigue siendo el mismo: en la Iglesia católica, la validez sacramental debe ir inseparablemente unida a su celebración lícita y a la comunión efectiva con el Obispo y el Papa. Sin esos tres vínculos —fe, sacramentos y gobierno— la unidad visible se resquebraja, aunque externamente se mantengan formas y fórmulas.
----------Con esta clave doctrinal y pastoral en mente, podemos ahora extraer la síntesis final del caso Arborelius–FSSPX y subrayar el sentido del orden eclesial como garante de la comunión.
Conclusión: validez, licitud y unidad visible
----------La controversia entre el cardenal Arborelius y la FSSPX no se resuelve, como les complacería a los lefebvrianos, en el plano psicológico (“intenciones”, “sensaciones de comunión”), sino en el jurídico-sacramental donde la Iglesia define su unidad visible. Esa unidad exige la confluencia de tres vínculos inseparables: fe, sacramentos y gobierno. Un sacramento puede ser válido y, sin embargo, dañar la comunión si se administra contra el orden de la Iglesia; por eso la validez, tomada aisladamente, “no basta” para garantizar recta pertenencia eclesial. El eje del caso Arborelius–FSSPX confirma que la cuestión de fondo no es un malentendido administrativo, sino la tensión objetiva entre ministerio paralelo sin misión y la communio hierarchica (tensión que, como sabemos, tiene una raíz de fondo dogmática: errores en la fe por parte de la FSSPX).
----------Lo que este caso deja establecido es que: Primero: las concesiones parciales no equivalen a regularización. Las facultades para confesar y la posibilidad de delegación en matrimonios son remedios circunscritos a actos concretos, no un mandato estable para un ministerio público general. Pretender que esas medidas “normalizan” la situación es una extrapolación indebida. Segundo: el Obispo custodia el culto público en su diócesis. La celebración legítima de los sacramentos en la Iglesia particular requiere obediencia al ordinario del lugar. De ahí la legitimidad —y el deber— de sus advertencias cuando se instala una praxis paralela al margen de su autoridad. Tercero: el registro sacramental sigue la verdad del signo. Matrimonios sin delegación no son inscribibles como válidos; confirmaciones ilícitas requieren prueba y directriz del ordinario para su asiento. Negarse a registrar lo inválido o dudoso no es “omisión”, sino servicio a la verdad y protección de derechos. Cuarto: el “estado de necesidad” no crea jurisdicciones paralelas. La suplencia de jurisdicción ampara casos puntuales de error común o duda positiva; no legitima una sustitución estable del orden canónico ni puede ser autodeclarada para convertir la excepción en regla.
----------Es útil recordar los criterios prácticos para discernir en casos semejantes. Quién envía al ministro: si no hay envío o permiso del Obispo (o del párroco/delegado, según el sacramento), falta el vínculo de gobierno que hace eclesialmente lícito el acto. Qué documento habilita el acto: distinguir entre concesión ad hoc (foro interno, forma matrimonial) y misión canónica estable. Dónde queda asentado: si un matrimonio no puede asentarse por falta de forma, no conviene forzar la pastoral para maquillar un defecto de validez. Cómo se guarda la unidad eucarística: la Eucaristía edifica la Iglesia particular en torno al Obispo; circuitos sacramentales paralelos erosionan ese centro de unidad, aunque externamente conserven formas tradicionales.
----------Permítaseme algunas orientaciones pastorales breves. Ante todo para los fieles: es prudente buscar habitualmente los sacramentos en parroquias y comunidades en plena comunión; simpatía por cierta forma litúrgica no justifica apartarse del orden canónico. En caso que haya habido actos en la FSSPX: Confesión: la absolución es válida por concesión pontificia; conviene integrarse después en la vida sacramental ordinaria de la diócesis. Matrimonio: si faltó delegación, consultar al párroco sobre convalidación o sanación; no dejar el asunto en “zona gris”. Confirmación: presentar documentación al ordinario; él dispondrá lo pastoralmente conveniente (reconocimiento, suplencia, o nueva celebración si correspondiera). Para agentes pastorales: informar con serenidad y precisión; evitar tanto el rigorismo inútil como la convalidación tácita de prácticas irregulares.
----------Una palabra final. La intervención del cardenal Lars Anders Arborelius no “inventa” restricciones, sino que recuerda el orden que hace visible la comunión: pastores con autoridad recibida, ministros enviados, sacramentos celebrados lícitamente. La “carta abierta” de la FSSPX, al reivindicar un estado de necesidad permanente, al apoyarse en concesiones parciales como si fuesen regularización y al mantener objeciones doctrinales graves, confirma que la validez, por sí sola, no restituye la unidad rota por la falta de misión. Mientras no haya asentimiento efectivo al magisterio reciente y regularización jurídica, no es posible equiparar su acción pastoral a la de quienes sirven en obediencia dentro del orden de la Iglesia.
----------Esta es, en definitiva, la enseñanza que conviene retener del caso: la comunión católica se custodia en la convergencia de verdad, caridad y derecho. Solo cuando esos tres hilos se trenzan, la validez sacramental florece en unidad visible y fecundidad eclesial.
Fr Filemón de la Trinidad
Mendoza, 27 de agosto de 2025
El cardenal jamás dice que sean cismáticos. Y se entiende. Hablar hoy de cismáticos es como hablar de religión verdadera. Como hablamos de plenitud de la revelación, hablamos de plenitud de comunión.
ResponderEliminarEstimado Anónimo,
Eliminargracias por su intervención. Permítame aclarar algunos puntos que, aunque formulados con soltura, requieren precisión doctrinal y canónica.
Es cierto que el cardenal Arborelius no utiliza el término “cisma” en su carta, y eso no es omisión ni debilidad: es una decisión pastoral que evita etiquetas jurídicas para centrarse en la comunión efectiva. Pero que no se emplee el término no significa que no se describa una ruptura objetiva de comunión, como lo hace al señalar que los ministros de la FSSPX “no ejercen legítimamente su ministerio” y que su presencia “no está autorizada”.
Ahora bien, afirmar que “hablar de cismáticos es como hablar de religión verdadera” no solo es un error doctrinal, sino también canónico. El Código de Derecho Canónico vigente (can. 751) define el cisma como “el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos”. Esta categoría no ha sido derogada ni relativizada. De hecho, los Papas han señalado expresamente el carácter cismático de la FSSPX en diversos momentos: Benedicto XVI, en su carta del 10 de marzo de 2009, afirmó que “la Fraternidad no tiene estatus canónico en la Iglesia y sus ministros no ejercen legítimamente ministerios en ella”; y Francisco, aunque concedió facultades puntuales, nunca ha declarado su plena regularización.
Hablar de “plenitud de comunión” no es una forma elegante de evitar la verdad, sino de nombrarla con precisión: quien actúa sin misión canónica, fuera del orden recibido, aunque conserve formas sacramentales válidas, no está en comunión plena. Y eso no es una opinión: es doctrina eclesial y derecho vigente.
De todos modos, gracias por su comentario. Que el diálogo nos ayude a distinguir con caridad lo que no puede confundirse sin daño para la unidad.
Gracias por responder.
EliminarSea Francisco que Benedicto XVI no ha hablado de cisma. Como tampoco el cardenal.
El concepto de religión verdadera no estuvo legislado. Hoy no se usa en los textos magisteriales ni, por lo tanto, en los textos teológicos. Sin embargo no hay un documento magisterial que indique que ese concepto no tenga vigencia.
Estimado Anónimo,
Eliminarya le he explicado que, en estos casos, los Papas suelen evitar el uso directo de la etiqueta “cisma” por razones pastorales. Vale decir, en intercambios pastorales, se privilegia un lenguaje que llame a la reconciliación y tenga en cuenta la situación subjetiva de las personas, sin por ello diluir el juicio objetivo sobre los hechos, o sea, para no bloquear el camino de retorno, eluden la palabra, pero no el juicio sobre los hechos, que siguen siendo hechos cismáticos, i.e., productores de cisma.
Dicho eso, los documentos y actos de la Santa Sede han calificado explícitamente las consagraciones episcopales de 1988 como “acto cismático” y han descrito con claridad la ruptura de comunión que implican. Juan Pablo II, en el marco de aquellas consagraciones sin mandato pontificio, habló de acto cismático y se impusieron las excomuniones; esa calificación ha sido repetida en la comunicación oficial y el tratamiento disciplinar del caso.
Dicho esto, hay textos donde la calificación aparece con claridad, y otros donde el Papa nombra explícitamente el “cisma” como el problema que se busca sanar.
Benedicto XVI, al levantar la excomunión personal de los cuatro obispos, dejó sentado que: 1) fueron ordenados “válidamente pero no legítimamente”; 2) la excomunión se remitía como gesto disciplinar para invitar al retorno; y 3) la situación canónica de la Fraternidad no cambiaba: seguían sin estatus en la Iglesia y sin ministerio legítimo, subrayando que ordenaciones sin mandato “significan peligro de cisma” y por ello requieren la sanción más dura. Es decir: aunque se moderó el lenguaje para favorecer el camino de vuelta, el juicio sobre la ruptura objetiva se mantuvo.
En cuanto a Pablo VI y Francisco: Pablo VI amonestó con gran firmeza a Mons. Lefebvre por su desafío a la autoridad del Papa y del Concilio; aunque en esa audiencia no se limitó a una sola palabra, describió la situación como una fractura gravísima en la obediencia y en la comunión con el Sucesor de Pedro. Y bajo Francisco, a la vez que se otorgaron concesiones puntuales (confesiones; posibilidad de delegación para matrimonios) para el bien de los fieles, la Santa Sede ha reiterado que la FSSPX no tiene reconocimiento canónico y que sus ministros no ejercen un ministerio legítimo en la Iglesia; en otras palabras, no hay comunión plena ni regularización, pese a los gestos pastorales. Además el papa Francisco, al presentar Traditionis custodes a los obispos, explicó que las concesiones previas sobre el misal de 1962 se motivaron “por el deseo de favorecer la recomposición del cisma con el movimiento guiado por Mons. Lefebvre”; lo cual, como es fácil de advertir, es una referencia explícita al cisma como tal, en un documento oficial de la Santa Sede.
Por tanto, no es correcto afirmar que “ni Francisco ni Benedicto hablan de cisma”. A veces lo nombran expresamente; otras, describen sus efectos jurídicos y eclesiales con precisión. En todo caso, el derecho vigente mantiene la categoría de cisma y su definición (can. 751), y la situación cismática actual de la FSSPX —sin reconocimiento canónico ni misión legítima— no ha sido cambiada por ningún acto posterior.
EliminarReducir todo a “hoy nadie habla de cismáticos” confunde el estilo pastoral con la sustancia jurídica y doctrinal. Como le he dicho, la categoría de cisma sigue vigente en el derecho canónico y los hechos del 30 de junio de 1988 fueron calificados como acto cismático, con sus consecuencias. La vía responsable es reconocer ese dato, acoger los gestos de misericordia y trabajar —en obediencia al Papa y al propio Obispo— por la plena comunión visible, que no se agota en la mera validez sacramental.
Supongo, por lo tanto, que su buen sentido común podrá hacerle comprender las razones que le estoy proporcionando. Y lo repito porque es importante y quizás sus expresiones surgen por desconocimiento canónico: en el plano jurídico, el término no está superado ni sustituido: el c. 751 del Código de Derecho Canónico define el cisma como “el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos”. De ahí que la Santa Sede pueda usar, según el contexto, un lenguaje más diplomático —“comunión no plena”, “situación irregular”— sin renunciar a la sustancia doctrinal y legal del problema.
Por tanto, no es correcto afirmar que “ni Francisco ni Benedicto hablan de cisma”. A veces lo dicen; otras veces lo describen. En todo caso, permanece el hecho: la FSSPX no ha sido reconocida canónicamente ni sus ministros ejercen misión legítima en la Iglesia. Las palabras cuentan, pero aún más los actos que las sostienen.
De todos modos, le agradezco su disponibilidad al diálogo.
Los fariseos sabían mucho de derecho canónico de la época y se lo aplicaron a Jesús. Ellos también eran autoridad constituida y jerarquía religiosa.
EliminarEstimado Anónimo,
Eliminaragradezco que continúe el diálogo, aunque lamento que se desplace hacia comparaciones improcedentes.
Invocar a los fariseos como si se tratara de una figura de autoridad religiosa que “sabía mucho de derecho” y lo aplicaron contra Jesús, para insinuar que quienes hoy apelamos al orden canónico estamos repitiendo aquel error, es una analogía injusta y sobre todo teológicamente débil. Le hago prersente que los fariseos no eran custodios de la comunión eclesial ni ministros del Evangelio, sino representantes de una ley que ya se había cerrado al cumplimiento mesiánico.
En cambio, el orden canónico de la Iglesia —que usted parece equiparar a una legalidad farisaica— no es una estructura de poder humano, sino expresión concreta de la comunión visible que Cristo quiso para su Iglesia. No se trata de aplicar normas por norma, sino de custodiar los vínculos que hacen posible la unidad en la fe, los sacramentos y el gobierno legítimo.
NS Jesucristo no fue condenado por la fidelidad al orden recibido, sino por quienes lo negaron en nombre de una tradición mal entendida. En ese sentido, lo que hoy se llama “pasadismo” o “indietrismo” —la pretensión de conservar la tradición desobedeciendo al Papa y al obispo— se parece más a la rigidez farisaica que a la comunión viva que Cristo instituyó.
Le invito a seguir el diálogo con altura, sin caricaturas, sino con argumentos. Los argumentos que yo le he dado, en buena y honesta ley, usted debe responderlos de tres modos posibles: o bien aceptándolos, reconociendo su error, o bien rechazándolos y planteado a su vez los argumentos que los rechazan para que yo los considere y a mi vez responda; o bien, por último, aceptándolos en parte y rechazándolos en parte, mostrando para ello también los debidos argumentos, para que yo responda. Este es el único diálogo posible, no digo ya entre cristianos, sino simplemente entre hombres que conservan la honestidad y el sentido común.
La fidelidad a la Iglesia no se mide por la astucia en las analogías, sino por la obediencia concreta al orden que ella misma ha recibido de Cristo.
no, usted no tiene comprensión lectora. No equiparo el derecho canónico a la legalidad farisaica. El derecho es bueno, el problema es cómo se utiliza. Equiparo a tipos como usted, que ponen la legalidad por encima de la justicia y la verdad, a los fariseos.
EliminarEstimado Anónimo,
Eliminarme quedé pensando en una expresión suya, a la que no respondí en su momento, cuando usted expresó: “El concepto de religión verdadera no estuvo legislado. Hoy no se usa en los textos magisteriales ni, por lo tanto, en los textos teológicos.”
Permítame responderle con serenidad y precisión.
En primer lugar, el concepto de “religión verdadera” ha sido afirmado explícitamente por el Magisterio preconciliar en múltiples documentos. Por ejemplo: Pío IX, en la encíclica Quanta cura (1864), condena la idea de que “la libertad de cultos” sea un derecho natural, y reafirma que sólo la religión católica es verdadera. León XIII, en Immortale Dei (1885), enseña que “la verdadera religión debe ser profesada por el Estado” y que esa religión “es la que Dios mismo ha enseñado”. Pío XI, en Mortalium animos (1928), rechaza el indiferentismo religioso y afirma que “la religión verdadera es una sola, y está en la Iglesia de Cristo”. Pío XII, en Mystici Corporis (1943), enseña que “la única Iglesia verdadera es la que Cristo fundó”, identificándola con la Iglesia católica.
En segundo lugar, no toda doctrina necesita ser “legislada” para tener vigencia. El Magisterio no legisla conceptos teológicos como si fueran normas jurídicas, sino que los enseña, los desarrolla y los reafirma según las circunstancias. La expresión “religión verdadera” pertenece al ámbito doctrinal, no al legislativo, y su uso no depende de una definición solemne en el primer grado de autoridad según Ad tuendam fidem (1998).
En tercer lugar, el Magisterio postconciliar no ha abandonado esta doctrina, aunque haya modulado su lenguaje. Por ejemplo: el Catecismo de la Iglesia Católica, en el n. 2105, afirma que “la verdadera religión debe poder manifestarse libremente en la sociedad”, citando a Dignitatis humanae y reafirmando que esa religión subsiste en la Iglesia católica. El documento Dominus Iesus (2000), aprobado por san Juan Pablo II, enseña que “la Iglesia católica posee la plenitud de los medios de salvación” y que “subsiste en ella la única Iglesia de Cristo” (n.16). Allí se rechaza que las demás religiones puedan considerarse “caminos paralelos” de salvación, lo cual presupone —aunque con lenguaje más ajustado— la misma doctrina que antes se expresaba como “la única religión verdadera”.
Por tanto, decir que “hoy no se usa” esa expresión en los textos magisteriales no significa que haya sido abandonada doctrinalmente. El lenguaje puede variar, pero la sustancia permanece. Y si no hay documento que declare su “no vigencia”, como usted mismo reconoce, entonces no hay razón para descartarla, menos aún para descalificar su uso en contextos teológicos legítimos. Claro que el concepto de religión verdadera hay que usarlo rectamente, y no diciendo, como dicen algunos, que las demás religiones (que a veces ni siquiera las consideran religiones) sean falsas. Ellas son religiones y tienen semillas de la Verdad del Verbo, es decir, participan de la plenitud de la Verdad que sólo se encuentra en la Iglesia católica.
En definitiva, la fidelidad doctrinal no se mide por la frecuencia de una expresión, sino por la continuidad de su contenido. Y ese contenido —la unicidad de la Iglesia, la plenitud de la revelación y la posesión de los medios de salvación— sigue siendo enseñado por el Magisterio, aunque con lenguaje más pastoral y preciso.
Gracias por su aporte, que había pasado por lato, y al que he matizado con las debidas correcciones, aportando argumentos.
Que el diálogo nos ayude a distinguir entre evolución legítima del lenguaje y abandono doctrinal, que no es lo que aquí ha ocurrido.
Estimado Anónimo,
Eliminarrespecto a su último mensaje, lamento sinceramente que el tono de su comentario haya derivado hacia la descalificación personal. No es necesario atribuirme falta de comprensión lectora ni equipararme a “tipos” que usted asocia con fariseísmo. Como ya le he dicho, el diálogo honesto no se sostiene en etiquetas ni en juicios de intención, sino en argumentos que puedan ser examinados con serenidad. Y lamentablemente usted no los ha aportado todavía. Estoy a la espera de ellos, para que esto sea un verdadero diálogo.
Dicho esto, me permito reiterar que el orden canónico de la Iglesia no es una legalidad opuesta a la justicia o a la verdad, sino su expresión concreta en la vida eclesial. Poner la legalidad “por encima” de la justicia sería un error, sin duda; pero ignorar la legalidad como si fuera prescindible también lo es. En la Iglesia, la justicia no se improvisa: se encarna en vínculos visibles, en normas recibidas, en comunión con los pastores legítimos.
Si usted considera que el derecho está siendo mal utilizado, le invito a señalar en qué punto concreto de mi argumentación eso ocurre, y con qué fundamento doctrinal o canónico usted me lo objeta. Esa es la vía que permite avanzar en el diálogo: no la descalificación gratuita, sino el razonamiento.
Por mi parte, después de haberle aportado los argumentos, como hice en mis anteriores respuestas, seguiré sosteniendo que la fidelidad a la Iglesia se mide por la obediencia concreta al orden que ella ha recibido de Cristo, y que la comunión visible no se construye desde la sospecha, sino desde la verdad vivida en caridad.
Quedo abierto a continuar el diálogo, si es en ese espíritu.
Estimado padre Filemón,
ResponderEliminarhe podido leer recién ahora, tranquilamente como quería, este interesante artículo, que le agradezco, sinceramente, por la claridad y el rigor con que ha expuesto en este artículo las consideraciones canónicas que muchos fieles necesitamos escuchar sin eufemismos. Coincido plenamente en que la validez, por sí sola, no basta para garantizar la comunión eclesial.
Permítame añadir una reflexión desde mi oficio de historiadora y desde la experiencia parroquial litúrgica, y mis conocimientos litúrgicos-históricos.
La concepción litúrgica de la FSSPX, tal como la vienen sosteniendo desde hace más de sesenta años, me parece profundamente empobrecida y, en cierto modo, instrumental. La liturgia —o mejor dicho, “su” liturgia— funciona como cortina de humo para encubrir desavenencias doctrinales de fondo, algunas de ellas incompatibles con la fe católica.
Ese hiperliturgismo, que absolutiza las formas externas como si fueran la esencia misma de la Tradición, termina por deformar el sentido de la lex orandi. Fijarse antojadizamente en un Misal concreto, el de 1962, solo porque así lo determinó Mons. Lefebvre, es un criterio arbitrario: si de “pureza” se tratara, ¿por qué no remontarse al de san Pío V del siglo XVI, o a ediciones del XVII? La elección de 1962 no responde a un discernimiento teológico-litúrgico serio, sino a una marca identitaria.
Más grave aún es la reducción de toda la acción apostólica a la celebración de “su” Misa, con la pintoresca afirmación de que al celebrarla “están haciendo apostolado”. La misión de la Iglesia es mucho más amplia: evangelizar, catequizar, servir a los pobres, formar conciencias, acompañar a los enfermos… La Eucaristía es fuente y culmen, sí, pero no excusa para desentenderse del resto de la vida eclesial y de la obediencia debida a los pastores legítimos.
Funcionando así, son "otra Iglesia", y de hecho se han constituído como Iglesia aparte, o sea, claramente cismática.
Por eso, Padre, agradezco que haya puesto el acento donde corresponde: en la comunión visible y en la misión recibida, sin dejarse distraer por el oropel de una liturgia convertida en bandera de separación.
Señora, se nota que habla desde los libros y no desde la experiencia viva de la Tradición. Reducir nuestra fidelidad al Misal de 1962 a un “antojo” es desconocer la crisis que vivimos. La Misa de siempre es nuestro apostolado y nuestra defensa de la fe.
EliminarEstimado Milo: Comprendo que para usted el apego al Misal de 1962 sea una seña de identidad, pero eso no convierte en “antojo” mi observación histórica: precisamente porque soy historiadora, sé que la liturgia romana ha tenido múltiples ediciones y ajustes a lo largo de los siglos, sin que ninguno de ellos haya sido elevado a dogma inmutable. La elección de una fecha concreta —1962— responde a una decisión de Mons. Lefebvre, no a un discernimiento litúrgico universal de la Iglesia.
EliminarEn cuanto a la “experiencia viva de la Tradición”, le recuerdo que la Tradición no es un fósil que se conserva intacto en una vitrina, sino la transmisión fiel del depósito de la fe bajo la guía del Papa y los obispos en comunión con él. Separar la liturgia de esa comunión es desnaturalizarla.
Y sobre la idea de que “la Misa es nuestro apostolado”, le invito a releer Sacrosanctum Concilium y Evangelii nuntiandi: la Eucaristía es fuente y culmen, pero no sustituye la misión evangelizadora, catequética y caritativa de la Iglesia. Reducirlo todo a un rito, por venerable que sea, empobrece la misión que Cristo confió a sus discípulos.
Mi crítica no es a la Misa —que amo y sirvo en mi parroquia—, sino al uso reductivo e identitario que de ella hace la FSSPX, convirtiéndola en bandera de separación más que en signo de comunión.
Con todo respeto, señora Mencía, sus palabras destilan un prejuicio enorme hacia quienes solo queremos conservar la fe de siempre. No es “hiperliturgismo” defender la Misa que santificó a generaciones de santos. Reducir nuestra fidelidad a una “bandera de separación” es desconocer el combate que damos por la verdad.
EliminarEstimada Domna Mencía,
Eliminaragradezco sus palabras y el tiempo que ha dedicado a leer y meditar el artículo. Su reflexión, desde la historia y la experiencia parroquial, aporta un ángulo muy necesario: el de la liturgia entendida no como un objeto de museo ni como una bandera identitaria, sino como expresión viva de la fe y de la comunión.
Coincido en que el hiperliturgismo —esa absolutización de una forma concreta desligada de la obediencia y de la misión— termina por vaciar de sentido la misma lex orandi que dice defender. La elección del Misal de 1962 como “punto de pureza” no es fruto de un discernimiento eclesial universal, sino de una decisión particular que, al erigirse en criterio excluyente, se convierte en signo de separación.
Como bien señala, la Eucaristía es fuente y culmen (lo dice el Vaticano II), pero no sustituye la totalidad de la misión apostólica. Cuando se reduce todo a “nuestra Misa” y se desatiende la evangelización, la catequesis, la caridad y la comunión con los pastores legítimos, se está configurando de hecho una comunidad paralela, con riesgo real de cisma.
Gracias por subrayar que la comunión visible y la misión recibida son el verdadero centro. La liturgia, en su forma legítima, florece cuando está al servicio de esa comunión, no cuando se convierte en pretexto para romperla.
Estimado Milo,
Eliminarla “experiencia viva de la Tradición” no se opone al estudio serio de la historia y de la teología; al contrario, se enriquece con ellas. La Tradición no es una vivencia privada ni un patrimonio de un grupo, sino la transmisión íntegra del depósito de la fe bajo la guía del Papa y de los Obispos, no de cualesquiera, sino de los Obispos en comunión con el Papa.
Nadie niega que la Misa sea el centro de la vida cristiana, pero reducir la misión de la Iglesia a la celebración de una forma litúrgica concreta —por venerable que sea— es empobrecer tanto la Misa como la misión. La Eucaristía es fuente y culmen, pero no es la totalidad: de ella brotan la evangelización, la catequesis, la caridad y la comunión visible, que no son opcionales.
La crisis que vivimos no se resuelve fijando un año de Misal como criterio absoluto, sino recuperando la obediencia y la unidad que Cristo quiso para su Iglesia. La fidelidad litúrgica auténtica no se mide por la fecha de un libro, sino por la comunión plena con la Iglesia que lo custodia y lo celebra legítimamente.
Estimada Domna Mencía,
Eliminarnuevamente gracias por su intervención tan bien fundamentada. Ha puesto el dedo en la llaga: la Tradición no es un objeto inmóvil, sino una corriente viva que se transmite en la comunión con quienes tienen el encargo de custodiarla. Separar la liturgia de esa comunión es, en efecto, desnaturalizarla.
Añado que la elección de un misal concreto como criterio absoluto de fidelidad no tiene respaldo en el magisterio ni en la historia de la Iglesia. La lex orandi ecclesiae ha conocido ajustes y reformas legítimas a lo largo de los siglos, y siempre ha sido el Papa —no un obispo particular— quien ha discernido y promulgado esos cambios para toda la Iglesia latina.
La Eucaristía es fuente y culmen, pero no es un fin en sí misma: está ordenada a edificar la Iglesia entera en la fe, la esperanza y la caridad. Cuando se convierte en bandera de separación, deja de ser signo de unidad y se traiciona su naturaleza más profunda.
Por eso, su llamado a releer Sacrosanctum Concilium y Evangelii nuntiandi es oportuno: la misión de la Iglesia es integral, y la liturgia florece cuando está al servicio de esa misión, no cuando se la aísla para justificar la ruptura de la comunión visible.
Estimado Fernando,
Eliminarconservar “la fe de siempre” no es un eslogan, sino una realidad que se vive en la comunión plena con la Iglesia que Cristo fundó y confió a Pedro y a sus sucesores. La Misa que santificó a generaciones de santos no fue un rito aislado de esa comunión, sino celebrado siempre bajo la autoridad legítima del Papa y de los obispos en comunión con él.
Defender una forma litúrgica venerable es legítimo; absolutizarla como único criterio de ortodoxia y convertirla en signo de identidad frente a la Iglesia universal es lo que llamamos hiperliturgismo. No porque la liturgia no sea central, sino porque se la desliga de su contexto vital: la unidad de la fe, los sacramentos y el gobierno legítimo.
El “combate por la verdad” no se libra contra la Iglesia, sino dentro de ella y con ella. Cuando la defensa de un rito se convierte en motivo para romper la comunión visible, deja de ser defensa de la verdad para transformarse en una causa parcial que empobrece el mismo tesoro que dice custodiar.
Estimado Fernando: No hay en mis palabras prejuicio contra la fe “de siempre”, sino contra la reducción de esa fe a un rito aislado de la comunión eclesial. Como historiadora, sé que la Misa que santificó a generaciones de santos no es una pieza de museo fijada en 1962, sino la liturgia viva de la Iglesia, que ha conocido reformas, ajustes y enriquecimientos a lo largo de los siglos, siempre bajo la autoridad del Papa y en comunión con los obispos.
ResponderEliminarDefender una forma litúrgica legítima no es problema; el problema es absolutizarla como único criterio de ortodoxia y convertirla en bandera de separación. La Tradición auténtica no se conserva desobedeciendo al Sucesor de Pedro, sino permaneciendo en la comunión visible que él garantiza.
Mi crítica no es a la Misa, sino al uso que de ella hace la FSSPX: un uso identitario que desplaza el resto de la misión apostólica y doctrinal de la Iglesia. La verdad no necesita trincheras, sino fidelidad plena —en la fe, en los sacramentos y en el gobierno legítimo— para ser transmitida íntegra a las próximas generaciones.
Señora Mencía, con todo respeto, su análisis pasa por alto que sin la Misa tradicional la fe se debilita y se pierde. No es una “bandera de separación”, es el corazón mismo de la Iglesia que queremos proteger. Si eso es hiperliturgismo, entonces lo asumo con gusto.
EliminarSeñora Mencía, insisto: no se trata de absolutizar una fecha o un libro litúrgico por capricho, sino de conservar intacto el tesoro que nos fue entregado antes de las reformas que tanto daño hicieron. La comunión no se rompe por aferrarse a la Misa de siempre, sino por abandonar lo que siempre sostuvo la fe de nuestros padres. Y si defenderla nos convierte en “identitarios”, entonces acepto el título con honor.
EliminarEstimado Milo: Nadie discute que la Misa —sea en la forma ordinaria o extraordinaria— es el corazón de la vida de la Iglesia. Pero confundir “corazón” con “totalidad” es un error eclesiológico serio. La fe no se sostiene únicamente por la forma litúrgica, sino por la comunión en la fe íntegra, los sacramentos y el gobierno legítimo.
EliminarLa historia de la Iglesia muestra que la liturgia ha conocido reformas y adaptaciones sin que por ello se haya debilitado la fe de los santos que vivieron esos cambios. Vincular la “pérdida de la fe” exclusivamente a la reforma litúrgica es una simplificación que no resiste el análisis histórico ni doctrinal.
Si asumimos el “hiperliturgismo” como virtud, corremos el riesgo de reducir la misión de la Iglesia a la conservación de un rito, olvidando que la Eucaristía es fuente y culmen de una vida apostólica que incluye evangelización, catequesis, caridad y obediencia al Sucesor de Pedro. La liturgia no es una trinchera, sino un sacramento de unidad.
Estimado Fernando: Conservar “intacto” un tesoro no significa inmovilizarlo en una fecha concreta, sino custodiar su esencia a través del tiempo bajo la guía de la autoridad legítima. La Misa de san Pío V, la de 1962 o la actual forman parte de la misma tradición viva, que no se congela en un año por decisión de un obispo concreto, sino que se desarrolla orgánicamente en la Iglesia.
EliminarLa comunión sí se rompe cuando se erige un rito —válido en sí— en criterio excluyente de pertenencia, y se lo utiliza como bandera para justificar la desobediencia al Papa y a los obispos. La fe de nuestros padres no se sostuvo solo en una forma litúrgica, sino en la comunión plena con la Iglesia que la celebraba.
Defender una liturgia venerable es válido en la obediencia a Pedro; absolutizarla como único signo de ortodoxia y desligarla de la obediencia eclesial es, en cambio, una distorsión de la Tradición. La verdadera fidelidad no se mide por la fecha del misal que se usa, sino por la comunión visible que se mantiene con la Iglesia que lo custodia.
Señora Mencía, usted habla de historia, pero parece olvidar que la historia de la Iglesia es la historia de la defensa de la Misa contra los abusos. Nosotros no “absolutizamos” nada: simplemente no aceptamos que se toque lo que es sagrado.
EliminarDecir que la Misa tradicional es “una bandera de separación” es repetir el discurso oficial que justifica la demolición litúrgica. No es identidad vacía: es identidad católica, la misma que se quiere borrar con reformas que han vaciado los templos.
EliminarY sí, la Misa es nuestro apostolado, porque en ella está todo: la fe, la doctrina, la gracia. Lo demás —catequesis, caridad, misiones— nace de ahí. Sin la Misa de siempre, todo lo demás se marchita.
EliminarEstimado Milo,
EliminarUsted insiste en que “la Misa de siempre” es el todo de la vida de la Iglesia y que sin ella “todo se marchita”. Permítame recordarle que la Iglesia no nació en 1570 ni en 1962, sino en el Cenáculo, y que la liturgia romana —como toda liturgia legítima— ha conocido un desarrollo orgánico a lo largo de los siglos, siempre bajo la autoridad del Papa. Pretender que una edición concreta del Misal sea la única garantía de la fe es desconocer la historia y la naturaleza misma de la Tradición.
La fe se pierde no por celebrar una forma u otra del rito romano aprobada por la Iglesia, sino por separarse de la comunión visible con quien tiene el encargo de confirmarnos en la fe: el Sucesor de Pedro. Los santos que usted admira —desde san Francisco de Asís hasta santa Teresa de Lisieux— vivieron reformas litúrgicas y jamás las convirtieron en pretexto para romper la obediencia.
La Eucaristía es fuente y culmen, pero no es la totalidad de la misión: de ella brota la evangelización, la catequesis, la caridad, la vida comunitaria y la obediencia eclesial. Reducirlo todo a “nuestra Misa” es, paradójicamente, empobrecer la Misa misma, que no existe para encerrar a un grupo en sí mismo, sino para edificar la Iglesia entera.
Defender la liturgia venerable es legítimo; usarla como bandera para justificar la desobediencia es traicionar aquello que se dice defender. Y eso, estimado Milo, no lo digo yo: lo enseña la Iglesia desde siempre, con la misma autoridad que custodia tanto la fe como la liturgia.
Estimada Domna Mencía,
Eliminargracias por la claridad y la precisión en su nueva respuesta. Ha puesto en el centro algo que a menudo se olvida: la liturgia no es un objeto aislado que pueda separarse de la comunión eclesial sin perder su naturaleza. La Misa que santificó a generaciones de santos fue siempre celebrada en obediencia al Papa y en comunión con los obispos, no como emblema de una identidad separada.
Defender una forma litúrgica legítima es un derecho y, en algunos casos, un deber; pero absolutizarla como único criterio de ortodoxia y erigirla en bandera frente a la Iglesia universal es, efectivamente, una distorsión de la Tradición. La Tradición viva se conserva en la comunión visible, no en la autoafirmación de un grupo.
La verdad que la Iglesia custodia no necesita trincheras, sino corazones y comunidades que vivan en plena comunión de fe, sacramentos y gobierno. Solo así se transmite íntegra a las próximas generaciones, sin reducirla a una forma litúrgica convertida en frontera.
Estimado Milo,
Eliminarnadie discute que la Eucaristía sea el corazón de la vida de la Iglesia; lo que sí debemos precisar es que ese corazón late dentro de un cuerpo vivo, que es la comunión visible de la Iglesia entera. Separar la Misa —en cualquiera de sus formas legítimas— de esa comunión es como pretender que un corazón aislado pueda sostener la vida: pierde su función y su sentido.
La fe no se debilita ni se pierde por celebrar una forma litúrgica aprobada por la Iglesia, sino por romper los vínculos de fe, sacramentos y gobierno que constituyen la comunión plena. La historia muestra que santos de todas las épocas vivieron reformas litúrgicas sin que eso destruyera su fe; lo que sí la destruye es la desobediencia persistente al Sucesor de Pedro.
Si por “hiperliturgismo” entendemos la absolutización de una forma concreta como criterio único de fidelidad, entonces no es una virtud que asumir, sino una tentación que superar. La liturgia es fuente y culmen, pero no es un fin en sí misma: está ordenada a edificar la Iglesia entera, no a convertirse en bandera de separación.
Proteger la Misa es protegerla en su contexto natural: la comunión de la Iglesia que la celebra legítimamente. Fuera de ahí, incluso lo más sagrado corre el riesgo de ser instrumentalizado.
Estimado Fernando,
Eliminarel tesoro que hemos recibido no se conserva aislando una forma litúrgica, sino permaneciendo en la comunión plena con la Iglesia que lo custodia. La fe de nuestros padres se sostuvo precisamente en esa comunión visible, no en la autodefinición de un grupo frente a ella. Sin comunión, incluso lo más venerable se convierte en patrimonio propio y deja de ser herencia viva de la Iglesia.
Estimada Domna Mencía,
Eliminarestoy totalmente de acuerdo. Ha expresado con precisión y equilibrio lo que la Iglesia enseña: la liturgia, en cualquiera de sus formas legítimas, solo florece en la comunión visible y al servicio de la misión entera que Cristo confió a su Iglesia.
Estimado Milo,
Eliminarrespondo a sus tres siguientes intervenciones, por orden:
1. La historia de la Iglesia ciertamente incluye la defensa de la liturgia contra abusos, pero esa defensa siempre se ha hecho desde dentro de la comunión visible, no erigiéndose en autoridad paralela. Lo “sagrado” no se protege rompiendo el vínculo con quien tiene el encargo de custodiarlo, sino obedeciendo a esa autoridad legítima.
2. Señalar que una forma litúrgica se ha convertido en “bandera de separación” no es repetir un “discurso oficial”, sino constatar un hecho: cuando un rito legítimo se usa como criterio excluyente de pertenencia y como justificación para desobedecer al Papa y a los obispos, deja de ser signo de unidad y se convierte en frontera.
3. La Misa es fuente y culmen de toda la vida cristiana, pero no es la totalidad de la misión. La catequesis, la caridad y las misiones no son “añadidos” opcionales: son parte esencial del mandato de Cristo. Reducirlo todo a la celebración de una forma concreta del rito romano empobrece la misión y, paradójicamente, la misma Misa, que existe para edificar la Iglesia entera en la fe, la esperanza y la caridad.
Defender la liturgia venerable es legítimo; absolutizarla como único criterio de fidelidad y desligarla de la comunión eclesial es traicionar aquello que se dice proteger.
Estimada Domna Mencía,
Eliminarsus palabras recogen con acierto lo que la Iglesia ha enseñado siempre: la liturgia no es un fin en sí misma, sino el acto supremo de la Iglesia que vive en comunión. La historia demuestra que la fidelidad no se mide por la fijación en una fecha o edición concreta, sino por la obediencia al Sucesor de Pedro y la integración de la liturgia en la misión entera que Cristo confió a su Esposa.
La Eucaristía, en cualquiera de sus formas legítimas, florece cuando edifica la unidad; se marchita cuando se convierte en emblema de separación. Por eso, defenderla de verdad implica custodiarla dentro de la comunión visible, no al margen de ella.
Con todo respeto, señora Mencía, pero aquí hay un dato que usted y otros prefieren pasar por alto. Mientras los seminarios “modernos” que siguen el Novus Ordo se vacían o sobreviven con un puñado de candidatos de dudosa perseverancia, las comunidades que celebran la Misa de siempre —llámela como quiera— florecen en vocaciones jóvenes, sanas y entusiastas. No es una impresión: son cifras que cualquiera puede verificar.
ResponderEliminarUsted habla de historia y de comunión, pero la historia viva de la Iglesia se escribe también con los hechos presentes: donde se conserva la liturgia tradicional íntegra, los seminarios están llenos; donde se ha sustituido por experimentos y adaptaciones, reina la sequía. Tal vez no sea “el todo” de la vida eclesial, pero es evidente que allí donde se cuida la forma tradicional, la fe prende con más fuerza en las nuevas generaciones.
Podemos discutir teorías, pero los frutos están a la vista. Y en la Iglesia, como bien sabe, por sus frutos los conoceréis.
Estimado señor Balbi: permítame matizar su planteo. La cuestión de las vocaciones no puede reducirse a una correlación simplista entre forma litúrgica y “florecimiento” o “sequía”. Como historiadora, le recuerdo que en épocas en que se celebraba exclusivamente la liturgia tridentina, hubo también crisis vocacionales, seminarios mediocres y clero poco ejemplar. La vitalidad de las vocaciones depende de un conjunto de factores: vida de fe en las familias, testimonio de los sacerdotes, formación doctrinal sólida, acompañamiento espiritual… y, por supuesto, comunión plena con la Iglesia.
EliminarEs cierto que algunas comunidades ligadas a la forma extraordinaria muestran un número apreciable de vocaciones. Pero también es cierto que muchas de ellas se nutren de un reclutamiento internacional muy selectivo y de un perfil homogéneo que no refleja la realidad de la Iglesia universal. Además, el dato cuantitativo no puede eclipsar la cuestión cualitativa: ¿formar sacerdotes para qué misión?, ¿en qué comunión?, ¿con qué obediencia?
La historia enseña que la fecundidad auténtica no se mide solo por cifras, sino por la inserción de esas vocaciones en la misión de la Iglesia entera. Una comunidad puede tener seminarios llenos y, sin embargo, vivir objetivamente separada de la comunión visible con el Papa y los obispos. Eso no es florecimiento: es un invernadero cerrado.
Por sus frutos los conoceréis, sí; pero el primer fruto de toda vocación sacerdotal es la comunión eclesial. Sin ella, cualquier otro fruto se marchita, aunque la apariencia sea lozana.
Coincido plenamente con lo expuesto por la señora Domna Mencía: la liturgia no puede convertirse en bandera de separación ni en excusa para la desobediencia. Y, si me permite añadir una nota de color, he visto algunos vídeos recientes de la peregrinación de la FSSPX a Roma, y, francamente… se han visto cada “caruchas” que… ¡mamita mía!
EliminarNo es un argumento doctrinal, claro está, pero a veces la imagen que se proyecta dice más de lo que uno quisiera.
Estimado Silvio,
Eliminarno desconozco que en algunos lugares vinculados a la forma extraordinaria haya un número apreciable de vocaciones. Pero conviene poner esos datos en perspectiva. En los primeros años de la década del 80, cuando yo enseñaba en el Seminario Mayor de La Plata, había más de 150 seminaristas. No se trataba de un “seminario tradicionalista”, sino de la casa de formación diocesana, que celebraba según el misal vigente y formaba en plena comunión con la Iglesia.
Esa cifra no se desplomó por la reforma litúrgica, sino por un conjunto de factores: cambios culturales profundos, crisis de fe en las familias, debilitamiento de la pastoral vocacional… y también porque se abrieron otros seminarios —San Luis, Mercedes y otros— que redistribuyeron a los candidatos.
Además, las comunidades que usted menciona suelen nutrirse de un reclutamiento muy selectivo y, a veces, internacional, lo que distorsiona la comparación con seminarios diocesanos que acogen a todos los llamados de su territorio, con realidades pastorales muy diversas.
Los frutos no se miden solo por la cantidad de vocaciones, sino por su inserción en la misión de la Iglesia entera y su comunión con el Papa y los obispos. Un seminario lleno pero cerrado a esa comunión no es signo de salud eclesial, sino de aislamiento. Y la historia enseña que el aislamiento, aunque se vista de fervor, termina empobreciendo la misión que Cristo confió a su Iglesia.
Estimada Domna Mencía,
Eliminarsus matices son muy oportunos. Puedo dar fe, por experiencia directa, de que la vitalidad vocacional no depende mecánicamente de una forma litúrgica. Como ya le dije al señor Balbi, a comienzos de los años 80, cuando enseñaba en el Seminario Mayor de La Plata, había más de 150 seminaristas, todos formados en plena comunión con la Iglesia y celebrando según el misal vigente. La posterior disminución no se debió a la reforma litúrgica, sino a factores culturales, pastorales y también a la apertura de otros seminarios —San Luis, Mercedes, entre otros— que redistribuyeron a los candidatos.
El número, por sí solo, no es criterio suficiente: importa la calidad de la formación, la solidez doctrinal, la vida espiritual y, sobre todo, la comunión eclesial. Un seminario lleno pero cerrado a esa comunión es, como usted bien dice, un invernadero: puede mostrar verdor, pero no está enraizado en el campo de la Iglesia universal.
Por eso, el primer fruto de toda vocación auténtica es la unidad con el Papa y los obispos. Sin esa raíz, cualquier otro fruto se marchita, aunque a simple vista parezca lozano.
Estimado Dino,
Eliminarme alegro de su coincidencia con el núcleo de lo que ha expuesto Domna Mencía: la liturgia no puede ser usada como bandera de separación ni como excusa para la desobediencia.
Por cuanto respecta a las impresiones visuales de una peregrinación, más allá de lo pintoresco o llamativo que pueda resultar, prefiero no detenerme en la apariencia de las personas. Lo esencial no está en los rostros, sino en la comunión visible y en la fidelidad a la misión que Cristo confió a su Iglesia.
Las imágenes pueden decir mucho, pero lo que verdaderamente importa es si quienes participan lo hacen en plena comunión con el Papa y los Obispos en plena comunión con el Papa. Sin esa comunión, cualquier gesto, incluso el de una peregrinación, por solemne que parezca, pierde su sentido eclesial.
Bueno, caruchas y todo lo demás. Los seminaristas y los curas se tienen que ver como gente normal... No creo que ni Jesus ni los apóstoles se diferenciaran ni en sus caras ni en sus vestimentas de los demás judios de su tiempo.
ResponderEliminarEstimado Anónimo,
Eliminarentiendo su observación: la apariencia externa no es lo esencial en la vocación sacerdotal. Jesús y los apóstoles, efectivamente, no se distinguían por un atuendo o un gesto “extraño” respecto a su pueblo, sino por la autoridad de su palabra y la coherencia de su vida.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha dado formas visibles a la consagración —hábitos diversos, sotana, clergyman, signos litúrgicos—, pero siempre como expresión de una realidad interior, no como disfraz que separe artificialmente del resto de los fieles. Lo que verdaderamente importa es que el sacerdote y el seminarista sean hombres de Dios en medio de su pueblo, reconocibles sobre todo por su caridad, su servicio y su comunión con la Iglesia, más que por rasgos o vestimentas o ademanes que los aíslen.
La normalidad evangélica no es mimetismo mundano, sino cercanía y testimonio: estar en medio de todos, pero con el corazón entero en Cristo y en su Iglesia.