martes, 7 de octubre de 2025

Del pseudo‑diálogo pasadista al verdadero diálogo cristiano

El falso diálogo, reducido a sofística, divide y destruye: es la lógica del diá‑ballo, del Divisor. El verdadero diálogo, unido a la analogía, edifica y conduce a la comunión en la verdad. Sólo la dialéctica sana abre el camino de la justicia, de la paz y de la esperanza cristiana. El papa León enseña que el diálogo verdadero no divide ni humilla: construye comunión en fidelidad a la naturaleza sinodal de la Iglesia, incluso allí donde algunos reclaman volver atrás. [En la imagen: fragmento de "La Escuela de Atenas", pintura al fresco realizada entre 1509 y 1511, obra de Rafael Sanzio, conservada y expuesta en los Museos Vaticanos: Palacio Apostólico, Stanza della Segnatura].

“Officium sapientis est ordinare”
Santo Tomás de Aquino, In Metaphysicam, prol.
   
Anécdota y etimología. Del insulto al sentido de las palabras
   
----------Hace unos días, en el foro de comentarios de este blog, “Ludovicus” cerraba su intervención con una frase lapidaria dirigida a mí: «Evidentemente, no le da para leer y comprender». No era la primera vez. Se trata de un personaje, un alias, una máscara, que se manifiesta frecuentemente en nuestro espacio de opiniones y preguntas, pero cuyas intervenciones casi siempre deben eliminarse: sea por irreproducibles obscenidades e insultos, sea por faltas de respeto hacia los demás lectores, o por la reiteración de tesis abiertamente no católicas, incluso con expresiones de odio y desprecio hacia el Romano Pontífice y los Obispos.
----------El único tema en el que suele detenerse con una mínima señal de interés es la liturgia, que a veces roza la obsesión. Interviene con un marcado hiper-liturgismo, sosteniendo posturas carentes de lógica y sensatez, aunque manifestadas con una arrogancia y altivez que serían cómicas si no provinieran —como provienen— de un lector real. En fin, personaje de novela, pero que produce mucha lástima.
----------Lo interesante, sin embargo, más allá de la anécdota, no es tanto el exabrupto en sí cuanto lo que revela de “Ludovicus” y de tantos otros: un patrón de conducta gnóstico. Apenas encuentra resistencia a su pasadismo heterodoxo, corta la conversación o recurre a la descalificación personal. No se trata de un caso aislado, sino de un modo de “dialogar” que en realidad no dialoga. Esta anécdota nos ofrece la ocasión de detenernos en el sentido profundo de las palabras: ¿qué significa dialogar?, ¿qué significa dividir?
----------Recurramos, por consiguiente, a la etimología griega que ilumina el contraste. En el término diá‑logos encontramos el “atravesar juntos mediante la palabra”: reunir, hablar, razonar en común. El verbo leghein, raíz de logos, significa recoger, conectar, ordenar: de ahí el silogismo, el razonamiento, el discurso que tiende puentes. En cambio, en el término diá‑ballo aparece el “arrojar contra”: golpear, herir, separar, sembrar discordia. El verbo ballein indica lanzar con violencia, proyectar para dividir.
----------Dos raíces semejantes, pero con destinos opuestos: una conduce a la comunión de la verdad, la otra a la ruptura y a la confusión. No es casual que Jesús mismo, en el Sermón de la Montaña, haya dicho: «Sea vuestro hablar: sí, sí; no, no; lo demás viene del Maligno» (Mt 5,37). Allí donde la palabra se convierte en ambigüedad, mentira o agresión, se abre paso la lógica del diá‑ballo, del diablo, la lógica del Divisor. Allí donde la palabra se ofrece como escucha y respuesta, se abre el camino del diá‑logos, la lógica de la comunión.
   
Genealogía de la dialéctica: de Platón a Hegel y Marx
   
----------La palabra “dialéctica” ha recorrido un largo camino en la historia de la filosofía, y no siempre con el mismo sentido. En Platón, la dialéctica aparece como el arte supremo del diálogo, el método que, a través de preguntas y respuestas, conduce al descubrimiento de la verdad. En Aristóteles, en cambio, se convierte en el arte de la argumentación probable: no ciencia estricta, sino ejercicio racional que se mueve en el terreno de la opinión y prepara el acceso a la ciencia.
----------A lo largo de los siglos, esta doble vertiente se mantuvo. Pedro Abelardo, con su sic et non, mostró cómo la confrontación de tesis opuestas podía servir para esclarecer la verdad. Santo Tomás de Aquino retomó la dialéctica aristotélica como propedéutica, siempre subordinada a la ciencia y a la analogía.
----------Pero en la modernidad se abrió otro camino. Kant habló de una “dialéctica trascendental” que revelaba los límites de la razón frente a las grandes cuestiones metafísicas. Fichte y, sobre todo, Hegel, dieron un paso más: la dialéctica dejó de ser preparación para la ciencia y se convirtió en ciencia misma. En Hegel, la contradicción ya no es un obstáculo, sino el motor del devenir: de la negación surge la afirmación, y el Absoluto mismo se concibe como proceso contradictorio.
----------De esta dialéctica hegeliana, “puesta de pie” por Marx, nacerá la dialéctica materialista, donde la historia se interpreta como lucha de contrarios que se resuelven en nuevas síntesis.
----------De esta manera, a lo largo de las diversas corrientes del pensamiento filosófico, se perfilan dos concepciones opuestas de la dialéctica. Por un lado la dialéctica en cuanto propedéutica de la ciencia: humilde, limitada, consciente de su papel preparatorio a la ciencia. Por otro lado, la dialéctica considerada como ciencia definitiva: soberbia, absolutiza la contradicción y termina divinizándola. La primera conduce a la verdad y a la comunión en la verdad; la segunda, al relativismo, a la confusión y a la división.
   
La deriva hegeliana: cuando la contradicción se absolutiza
   
----------Está claro que la falsa dialéctica no se reduce a los exabruptos pasadistas en un foro como el de este blog. La falsa dialéctica alcanza su formulación más sistemática en Georg Wilhelm Friedrich Hegel [1770‑1831]. Con su célebre principio «lo real es racional y lo racional es real», identificó ser y pensamiento en un proceso esencialmente contradictorio. En su visión, tanto lo real como lo racional son “dialécticos”: se constituyen a partir de la oposición. Para Hegel la contradicción no es un obstáculo a superar, sino el motor mismo del devenir. La síntesis no elimina la oposición, sino que la incluye como momento necesario.
----------El resultado es un Absoluto que deviene, que cambia, que se contradice: un “Dios dialéctico” en el que lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, la vida y la muerte coexisten como fases de un mismo proceso. Allí donde la tradición filosófica veía absurdo y negación del ser, Hegel pretende ver dinamismo y progreso.
----------Este planteo supone una ruptura radical con la metafísica clásica. Para Aristóteles y Tomás de Aquino, el principio de no‑contradicción es fundamento del pensamiento y del ser: nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. En Hegel, en cambio, la contradicción se convierte en principio constitutivo de lo real.
----------No es casual que esta deriva tenga raíces en la teología de Martín Lutero, quien había presentado a Dios sub contraria specie: Dios que aparece como opresor y el diablo como liberador. A través de Jakob Böhme, que llegó a situar el mal en Dios mismo, se llega al panteísmo hegeliano: un Absoluto que se identifica con el mundo y que, por tanto, lleva en sí la contradicción.
----------Las consecuencias son devastadoras: si Dios incluye en sí lo falso, ¿quién garantiza la verdad?; si Dios es causa del mal, ¿quién nos libra del pecado?; si Dios muere, ¿quién nos da la vida?
----------De este tronco brotan dos frutos igualmente venenosos: el humanismo “cristiano” panteísta‑evolucionista, secretamente ateo, que diluye al hombre en Dios; y el humanismo abiertamente ateo de Marx, que diluye a Dios en el hombre. En ambos casos, la trascendencia divina se disuelve y la contradicción se diviniza.
   
La respuesta cristiana: Calcedonia como brújula viva
   
----------Frente a la deriva hegeliana —que introduce la contradicción en el corazón mismo de lo divino— la fe católica se mantiene firme en la confesión de un Dios simplicísimo, inmutable, veraz y fuente de toda vida. La cristología de la Iglesia, definida solemnemente en el Concilio de Calcedonia [451], proclama con claridad: «una sola persona en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación».
----------Esta fórmula dogmática de la fe católica en nuestro Señor Jesucristo, lejos de estar “superada” como pretenden los neo-modernistas, es hoy más actual que nunca. Porque, por un lado, preserva la trascendencia de Dios: la naturaleza divina no cambia, no sufre, no muere. Atribuirle contradicción o debilidad sería negar su divinidad. Por otro lado, reconoce la verdadera humanidad de Cristo: en Él, la naturaleza humana sí cambia, sufre y muere; pero lo hace en unión hipostática con la única Persona divina del Verbo, de modo que su pasión y muerte son verdaderamente redentoras. Y por último, evita la blasfemia hegeliana: no hay en Dios falsedad, mal ni muerte. Estos pertenecen al mundo caído, no al Creador.
----------La communicatio idiomatum, ya utilizada por los Padres de la Iglesia, permite atribuir a nuestro Señor Jesucristo en cuanto Persona divina lo que pertenece a su humanidad (por ejemplo, decir “Dios murió en la cruz”), pero nunca en el sentido de que la naturaleza divina haya sufrido o cambiado. Un “dios débil” o “cambiante” no sería el verdadero Dios, y por tanto no podría salvar.
----------Aquí se juega algo decisivo: si Dios mismo es contradictorio, falso o mortal, ¿quién nos libra del mal, quién nos da la vida, quién nos sostiene en la verdad? La fe católica responde con firmeza: sólo un Dios inmutable, veraz y omnipotente puede ser nuestro Salvador.
----------Por eso, Calcedonia no es arqueología dogmática, sino brújula viva para el presente. Allí donde se diluye la distinción de naturalezas, se pierde la salvación. Allí donde se introduce la contradicción en Dios, se abre la puerta al ateísmo práctico. En cambio, allí donde se confiesa con la Iglesia el misterio de Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, se abre el camino de la comunión y de la esperanza.
   
Dialéctica, analéctica y dialógica: del método a la comunión
   
----------La tradición filosófica, a lo largo de los siglos, ha alcanzado a distinguir con claridad entre la dialéctica como propedéutica de la ciencia y la dialéctica como arrogante pretensión de erigirse en ciencia definitiva. Como he dicho, la primera es humilde, limitada, consciente de su papel de preparación; la segunda es soberbia, absolutiza la contradicción y termina divinizándola.
----------Por una parte, entonces, tenemos la sana dialéctica (aristotélico‑tomista), que se mueve sólo en el plano de la opinión y de lo probable; sirve para ejercitar la razón en la confrontación comparativa de opiniones, en la búsqueda de distinciones y precisiones; no pretende en ningún momento ser ciencia, sino camino hacia la ciencia: un ejercicio preparatorio que ordena el pensamiento y lo dispone para la explicitación de la verdad. Esta sana dialéctica se complementa con la analéctica, en el sentido señalado por el padre Tomas Tyn, OP: el razonamiento analógico, capaz de concebir y explicar las relaciones más profundas —entre lo uno y lo múltiple, lo finito y lo infinito, lo humano y lo divino—. Es, en definitiva, un instrumento de comunión: mediante la confrontación de ideas, se alcanza una perspectiva coherente y compartida.
----------Por otra parte, existe desgraciadamente la dialéctica pervertida (hegeliana y sofística), que se presenta como ciencia definitiva, pero en realidad absolutiza la contradicción; no distingue entre lo probable y lo verdadero, sino que convierte la oposición en principio constitutivo del ser. En lugar de conducir a la verdad, institucionaliza la división y la confusión como método habitual. Es “diabólica” porque, en vez de tender puentes, rompe vínculos; en vez de ordenar, desordena; en vez de edificar, destruye.
----------Aplicado a nuestra experiencia concreta, incluso la que se pone de manifiesto lamentablemente en el foro de comentarios de este blog, el contraste es evidente. El pasadista que insulta o denigra no está practicando dialéctica sana, sino sofística: discute no para esclarecer, sino para imponerse. Por eso, su “diálogo” dura lo que un suspiro: en cuanto se ve sin argumentos, recurre al exabrupto o al silencio.
----------La dialéctica auténtica, en cambio, exige paciencia, humildad y respeto. Exige escuchar al otro en su mejor versión, responder con razones y no con descalificaciones, aceptar que la verdad se explicita en el intercambio: todo esto es propedéutico para la ciencia y, más aún, un verdadero servicio a la comunión eclesial.
----------Y cuando la dialéctica se abre a la analéctica, entonces florece la dialógica: el método de la conversación humana y del progreso auténtico, donde la unidad de los valores de fondo se expresa en la legítima pluralidad de modos de vivirlos y aplicarlos. Así, el diálogo deja de ser campo de batalla para convertirse en espacio de encuentro, de edificación y de comunión en la verdad.
----------Este es también el horizonte que el papa León ha señalado ya repetidamente en sus intervenciones recientes: una Iglesia sinodal que decide dialogar sin miedo, incluso con los pasadistas y con los modernistas, pero siempre en fidelidad a la comunión en la verdad del Evangelio.
   
Conclusión: del falso diálogo a la comunión en la verdad
   
----------El episodio de “Ludovicus” mencionado al inicio de este artículo, con su insulto final, no es un hecho aislado ni un simple exabrupto: es el síntoma de una lógica más profunda, la lógica de la falsa dialéctica que, al carecer de analogía, degenera en diabólica. Allí donde el diálogo se degrada en sofística, lo que queda es la división, la sospecha y la violencia verbal.
----------Frente a esta tentación, la Iglesia está llamada a custodiar y practicar la dialéctica auténtica, aquella que, unida a la analéctica, se convierte en preparación para la ciencia y en camino de comunión. El verdadero diálogo no consiste en vencer al interlocutor, sino en buscar con él la verdad; no en humillar, sino en edificar; no en sembrar discordia y división, sino en ordenar el pensamiento y la vida hacia el bien.
----------Por eso, hoy más que nunca, necesitamos recuperar la humildad intelectual que sabe escuchar al otro y responder, distinguir y precisar, ordenar y clarificar. Sólo así el diálogo se convierte en verdadera dialógica: espacio de encuentro y de comunión, y no en diabólica, que divide y destruye.
----------La historia enseña que la fascinación gnóstica y la absolutización de la contradicción conducen a desilusiones amargas y a tragedias graves, como las vividas en el siglo pasado. En cambio, la fidelidad a la dialéctica sana, iluminada por la analogía y confirmada por la fe de la Iglesia, abre el camino de la justicia, de la verdad y de la paz. Allí se custodia el horizonte de la esperanza cristiana y de la unidad eclesial: el diálogo que no divide, sino que conduce a la comunión en la verdad.
----------Por eso, como ha venido repitiendo el papa León en estos los primeros meses de su pontificado, la Iglesia de hoy está llamada a un diálogo en fidelidad a su naturaleza sinodal: un diálogo que no cede a la sofística ni a la nostalgia ni a la mimetización con el mundo, sino que busca la verdad en comunión, incluso con quienes proponen obstinadamente volver a la liturgia preconciliar y hacia formas de vida eclesial y de apostolado que han demostrado estar en contradicción con el Evangelio.
   
Fr Filemón de la Trinidad
La Plata, 5 de octubre de 2025 

19 comentarios:

  1. Por que una persona que firma con un nombre de fantasia como Filemon de la Trinidad pone entre comillas Ludovicus subrayando que es un alias?

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    1. Estimado Anónimo,
      comprendo su curiosidad y lamento no poder satisfacerla. Lo esencial aquí no es quién lo dice, sino lo que se dice. Bajo el alias de "Fr. Filemón de la Trinidad" he querido que resalte el contenido, no la figura personal del autor del blog. Coincido con Ludovicus en que ambos usamos un alias, pero con una diferencia fundamental: el mío remite a una identidad real que se ha responsabilizado ante los lectores dando los datos personales de formación y trayectoria que me obligan a un rigor que los lectores pueden exigir; el de Ludovicus, en cambio, no ofrece referencias que respalden sus afirmaciones. Los motivos de mi anonimato ya los he explicado repetidas veces en este blog, no tiene más que repasar lo que ya he dicho. Por eso insisto: lo importante no es mi identidad civil, sino si lo que aquí se afirma es justo, verdadero y fiel a la fe de la Iglesia.

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    2. Al contrario, mi curiosidad ya la satisfizo.
      Muchas gracias.

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    3. Estimado Anónimo,
      me alegra que así sea. Gracias a usted por la atención y el interés.

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  2. Hace algún tiempo tuve aquí mismo, en Linum Fumigans, un largo intercambio con un lector —no es necesario nombrarlo— en torno a menudencias de la historia de la liturgia y de las variaciones del Misal Romano. Durante un buen tramo pensé que compartíamos el interés por la investigación histórica: cotejar ediciones, precisar fechas, aclarar matices.
    Con el correr de las intervenciones, sin embargo, se me hizo evidente que nuestro interés no era el mismo. Para mí, se trataba de un ejercicio de historia: comprender cómo y por qué se dieron ciertos cambios. Para mi interlocutor, en cambio, aquello era la ocasión de alimentar un pasadismo que, al no querer admitirlo, terminó por cortar abruptamente el intercambio.
    Allí comprendí que no estábamos dialogando en el mismo plano. Yo buscaba comprender un proceso histórico; él buscaba seguir viviendo en un pasado añorado pero ya no real. Y cuando el pasado se absolutiza, el diálogo se vuelve imposible: no hay búsqueda compartida de la verdad, sino refugio en una nostalgia que se resiste a ser contrastada.
    Por eso, esta experiencia me confirmó lo que aquí se ha expuesto: hay verdadera dialéctica cuando dos interlocutores buscan juntos la verdad, aunque partan de perspectivas distintas; y hay falsa dialéctica —o más bien sofística— cuando uno de ellos sólo pretende reafirmar su posición sin dejarse interpelar. La primera conduce a la comunión; la segunda, a la ruptura.

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    1. Estimada Domna Mencía,
      le agradezco por compartir esta experiencia tan clara. Su testimonio ilustra perfectamente lo que hemos querido mostrar en esta entrada: el diálogo verdadero sólo existe cuando hay una búsqueda compartida de la verdad. Allí donde uno de los interlocutores se cierra en la nostalgia o en la autoafirmación, la palabra deja de ser diá‑logos y se convierte en diá‑ballo: no une, sino que divide.
      Por eso, la diferencia entre la dialéctica sana y la sofística no es un matiz académico, sino una cuestión vital para la comunión eclesial. La primera abre caminos de comprensión y de paz; la segunda encierra en un pasado idealizado o en una contradicción estéril. Lo que usted narra es un ejemplo concreto de cómo se verifica en la práctica esta diferencia.

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    2. Domna Mencía:
      Dice que para usted ese diálogo "se trataba de un ejercicio de historia: comprender cómo y por qué se dieron ciertos cambios. Para mi interlocutor, en cambio, aquello era la ocasión de alimentar un pasadismo que, al no querer admitirlo, terminó por cortar abruptamente el intercambio".
      Para evitar confusiones reproduzco aquí sus palabras de aquella ocasión:
      "Déjame añadir algo más personal. Aunque soy historiadora, sobre todo del Medievo, no me siento del todo cómoda buceando en estas minucias litúrgico-históricas como si fueran un fin en sí mismo. Como católica fiel al Magisterio, hago mía la enseñanza de Benedicto XVI y de Francisco: los ritos antiguos, en lo que tienen de positivo, pueden iluminar la celebración del Novus Ordo Missae, pero sin revivir sin más lo que ya ha sido superado. Y a veces, diseccionar con bisturí ritos que ya son historia se parece más a hacer arqueología de cadáveres que a enriquecer la vida de la Misa que celebramos hoy".

      Y publico mi respuesta de entonces:
      “Si no está cómoda, no se hable más. Hemos vivido 500 años sin tratar este tema. Podemos vivir otros 500 en paz y armonía.
      De mi parte -y considero que de parte suya también- este fue un diálogo honesto. Pero, evidentemente, con finalidades distintas. Por ello, hasta aquí lo mío.
      Los ritos antiguos difícilmente van a iluminar al actual si no los conocemos. Mi interés es conocerlos. Sin prejuicios y sin ulteriores intenciones. Luego quien corresponda iluminará con ellos más o menos”.

      Quien así lo desee puede cotejarlo en este link
      https://linumfumigans.blogspot.com/2025/07/que-tiene-que-ver-la-liturgia-con-la.html

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    3. Martín:
      Le agradezco que haya vuelto sobre este punto y que cite textualmente mis palabras. Es cierto que entonces expresé mi incomodidad: no con la investigación histórica en sí, sino con el riesgo de absolutizarla como si fuera un fin en sí mismo. La imagen de la “arqueología de cadáveres” no pretendía descalificar la historia litúrgica, sino advertir contra un modo de abordarla que la separa de la vida de la Iglesia.
      Al releer nuestro intercambio, lo que me quedó claro no fue tanto quién lo interrumpió, sino que no estábamos en el mismo plano: yo buscaba comprender procesos históricos en su relación con la recepción viva, mientras que usted se centraba en la literalidad de un texto como criterio único. Esa diferencia metodológica hizo difícil la dialéctica verdadera.
      No se trata de cotejar frases aisladas, sino de discernir juntos cómo la historia ilumina la liturgia actual. Por eso, más que un tribunal de citas, este foro puede ser un espacio de búsqueda compartida, donde la riqueza de las fuentes y la tradición interpretativa se integren en la comunión eclesial.

      Atentamente,
      Domna Mencía

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    4. Disculpe Domna que me entrometa, y perdone también mi ignorancia. Pero no entiendo qué utilidad puede tener pasarse el tiempo estudiando la historia de los misales que se han usado en la Iglesia. ¿No es cosa de locos?

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    5. Estimado Anónimo: Gracias por su franqueza. Entiendo perfectamente su impresión: a primera vista, detenerse en los detalles de antiguos misales puede parecer una rareza de especialistas. Pero la historia de los libros litúrgicos no es un capricho de eruditos, sino una parte de la memoria viva de la Iglesia.
      Por un lado, hay que atender a los valores de la identidad y de la continuidad: Así como una familia conserva las cartas de sus abuelos para comprender de dónde viene, la Iglesia custodia sus libros litúrgicos. Ellos muestran cómo la fe se ha celebrado y transmitido a lo largo de los siglos.
      Por otro lado, están los aspectos del discernimiento y fidelidad: Conocer cómo y por qué se introdujeron ciertos cambios ayuda a distinguir lo esencial de lo accidental, lo que pertenece al núcleo de la fe de lo que responde a contextos históricos.
      También está la iluminación del presente. Y por eso el Papa Benedicto XVI recordaba que lo antiguo y lo nuevo se iluminan mutuamente. Estudiar los misales no es nostalgia, sino un modo de enriquecer la celebración actual, evitando tanto el arqueologismo como el presentismo.
      Finalmente creo que hay que atender al servicio a la comunión, porque cuando se discuten las formas litúrgicas, la historia ofrece un terreno común de hechos y procesos que ayuda a dialogar con serenidad, sin reducir todo a gustos o ideologías.
      Por eso, lejos de ser “cosa de locos”, es un servicio humilde: excavar en la memoria para que la liturgia de hoy se celebre con mayor conciencia, gratitud y fidelidad.

      Atentamente,
      Domna Mencía

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  3. Estimado padre Filemón: leyendo esta entrada, recordé lo que el Papa León dijo en su entrevista con Crux. Allí subrayó que «la sinodalidad es un antídoto a la polarización» y que significa «una actitud, una apertura, una voluntad de comprender». Y añadió que esa disposición incluye también a quienes se sienten en los márgenes, incluso a los que reclaman volver al rito preconciliar: con ellos también la Iglesia está llamada al diálogo, y dijo que está él dispuesto al diálogo con ellos, pero siempre en fidelidad al Concilio y a la comunión eclesial.
    Me parece que estas palabras del Papa confirman lo que aquí se expone: el diálogo verdadero no es concesión a la nostalgia ni sofística para imponer posiciones, sino búsqueda compartida de la verdad que edifica la comunión.

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    1. Estimado Dino,
      le agradezco por traer a colación esas palabras del papa León. Efectivamente, su insistencia en que «la sinodalidad es un antídoto a la polarización» y que supone «una actitud, una apertura, una voluntad de comprender» ilumina muy bien lo que aquí hemos querido mostrar.
      Conviene recordar, sin embargo, que tratándose de una entrevista, debemos recibir esas expresiones como palabras del Papa en cuanto doctor privado, no como enseñanzas del Maestro de la Fe.
      Dicho esto, con ellas recuerda con acierto que el diálogo no excluye a nadie, tampoco a quienes reclaman volver al rito preconciliar o a actitudes de vida propias de otro tiempo. Por insensatas que puedan parecer a simple vista tales actitudes, el diálogo es siempre una deuda del cristiano hacia todos.
      Ahora bien, el Papa añade con claridad que ese diálogo sólo es auténtico si se da en fidelidad al Concilio Vaticano II y a la comunión eclesial. No se trata de conceder nada a la nostalgia, sino de abrir un camino de verdad compartida.
      Esto confirma lo que intento expresar en mi artículo: hay diálogo verdadero cuando dos interlocutores buscan juntos la verdad, y hay falsa dialéctica cuando uno se encierra en su propia posición. La primera construye comunión; la segunda, inevitablemente, divide.

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  4. Sergio Villaflores8 de octubre de 2025, 4:36

    Estimado Padre: También yo he intentado en varias ocasiones entablar un diálogo con quienes se aferran al pasadismo litúrgico o en general, a un pasado que la Iglesia ya ha superado. Al comienzo parece posible, pero pronto se advierte que no buscan comprender ni contrastar, sino reafirmar una nostalgia que para ellos no admite matices. En esas condiciones, el diálogo se vuelve imposible: no hay verdadera dialéctica, sino un monólogo disfrazado, que termina como usted dice: o bien cortan la conversación sin avisar, o bien insultan sin medida. Por eso coincido plenamente con lo que aquí se ha expuesto.

    Sergio Villaflores (Valencia, España)

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    1. Estimado Sergio,
      le agradezco por compartir su experiencia. Lo que usted describe confirma lo que aquí hemos querido mostrar: cuando el otro no busca comprender ni contrastar, sino reafirmar su propia posición ideológica —en el caso de los pasadistas, una nostalgia sin matices—, el diálogo se convierte en un monólogo disfrazado, que termina, como usted bien recuerda, o en el silencio intempestivo o en el insulto.
      La verdadera dialéctica exige apertura a la verdad y disposición a dejarse interpelar; de lo contrario, sobreviene lo que usted señala: la ruptura abrupta o la descalificación.
      Por eso, su testimonio es valioso para todos los lectores: nos recuerda que el diálogo auténtico no se mide por la cantidad de palabras intercambiadas, sino por la capacidad de caminar juntos hacia la verdad.

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  5. Todos los Papas estuvieron dispuestos al diálogo y a buscar la unidad de la Iglesia. Por la sesgada visión pasadista, León XIV contaría con mejores posibilidades de diálogo que Francisco. Es un error, porque Francisco ha tenido más diálogo con los lefevbristas que sus predecesores. Pero los pasadistas son así.
    Entonces creo que la mano tendida de León que los pasadistas festejan con champagne puede hacer mucho bien. Lo que tal vez los pasadistas no esperen es que León como cualquier otro Papa exigirá el completo acatamiento al Concilio, como es lógico.
    Dios escribe derecho en renglones torcidos. Tal vez ese llamado al diálogo a los pocos días de haber iniciado su Pontificado sirva para doblegar el orgullo y la desobediencia.

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    1. Estimado Anónimo,
      agradezco su comentario, que me permite precisar algunos puntos. Es cierto que el diálogo es una actitud fundamental de la Iglesia, pero no podemos decir que haya sido una constante de “todos” los Papas: el diálogo ecuménico, por ejemplo, sólo surge con claridad después del Concilio Vaticano II.
      Conviene además distinguir los lefebvrianos propiamente dichos de los católicos que siguen algunas ideas lefebvrianas, y estos son los filo-lefebvrianos.
      Los lefebrianos son los que se hallan en situación de cisma, y con ellos el diálogo entra en el ámbito ecuménico.
      En cambio, el papa León, en la entrevista que usted menciona, no se refería a ellos, sino a los católicos que, permaneciendo en plena comunión con la Iglesia, se sienten más identificados con el vetus ordo.
      Con estos últimos, el diálogo no es ecuménico sino pastoral: se trata de acompañar, escuchar y discernir, siempre en fidelidad al Concilio Vaticano II y a la comunión eclesial. Esa es la clave para que la mano tendida del Papa no se convierta en concesión a la nostalgia, sino en camino de verdad compartida.

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    2. Gracias, Padre, por sus precisiones.
      Que el buen Dios toque los corazones.

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  6. Querido padre Filemón: ¡qué hermosas palabras las del Papa León XIV ayer en su mensaje a los jóvenes!... Entre las cosas que dijo, encuentro esta frase que ilustra muy bien lo que aquí se ha dicho: "No sigan a quienes utilizan las palabras de la fe para dividir; organícense, en cambio, para eliminar las desigualdades y reconciliar a las comunidades polarizadas y oprimidas"... Le agradezco una vez más todo lo que usted hace para iluminarnos y para que nosotros iluminemos con el Evangelio nuestros ambientes...

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    1. Estimada Rosa Luisa,
      le agradezco mucho sus palabras y el recuerdo de ese mensaje de León XIV a los jóvenes. Su mención es muy oportuna.
      En efecto, la frase que usted cita —«No sigan a quienes utilizan las palabras de la fe para dividir; organícense, en cambio, para eliminar las desigualdades y reconciliar a las comunidades polarizadas y oprimidas»— ilumina con fuerza lo que en mi artículo he querido mostrar.
      El Papa recuerda que la fe no puede convertirse en instrumento de división ni en bandera ideológica. Cuando se la manipula de ese modo, deja de ser testimonio y se convierte en sofística. En cambio, cuando la fe se vive como amistad con Cristo y compromiso con los hermanos, se transforma en dinamismo de comunión: elimina desigualdades, sana polarizaciones y reconcilia comunidades heridas.
      Esto enlaza directamente con la tesis de mi artículo: hay verdadera dialéctica cuando la palabra de la fe se pone al servicio de la verdad y de la comunión; hay falsa dialéctica cuando se la usa para atrincherarse o dividir.

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